Opinión | La Feliz Gobernación

Antonio Ballester

Antonio Ballester.

Antonio Ballester. / Juan Ballester

Conocer a Antonio era no conocerlo. Su humildad, su cordialidad y su timidez eran auténticas, pero actuaban como recurso para el despiste. Era de esas personas que transmiten una sensación de entrañabilidad, a lo que contribuían sus cosas de niño grande, sus bromas ingenuas, esa actitud siempre afectiva y generosa. Saludar a Antonio en cualquier encuentro casual te despertaba la sonrisa y te obligaba al abrazo, pues cualquier otro gesto maquinal se te quedaba corto. Era de esos tipos a los que hay que querer. 

Por esto, cuando te ponías delante de cualquiera de sus creaciones el impacto era doble. Primero, porque jamás pintó algo que no requiriera la etiqueta de excelente, y segundo porque te pasmaba el hecho de que alguien con una presencia tan aparentemente candorosa fuera capaz de hacer una obra tan brutal, transgresora, de tan finísima ironía a veces y, desde luego, tan consumada.

En la figuración y en la abstracción, en el retrato, en la fotografía, en el cartelismo, en la escultura, en su decantación desacomplejada al cómic, en todo lenguaje y soporte que se le pusiera por delante. En pequeño o en gran formato. Y siempre, todo, de una elegancia fascinante. 

Una vez, tras admirar uno de sus cuadros me volvía hacia él y le pregunté espontánea y muy sinceramente: «Antonio ¿qué tienes en esa cabeza?». Y es que, ya digo, la persona y el pintor parecían disociados hasta que caes en la cuenta de que la una no habría podido ser nada sin el otro.

Antonio era un pintor carnal, absoluto, con pintura en las venas, pero también desprendido de solemnidades. La travesura en el arte era su mayor expresión de respeto. Mirar cualquiera de sus ingenios te informa de que al construirlos se estaba divirtiendo. 

Todo lo que hizo fue obra maestra. Ese legado compensa el estado de soledad y tristeza en que nos sumerge su ausencia. 

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