Tribuna libre

Un ‘niño’ con gusto por la irreverencia

Ángel Haro

Antonio también se ha ido; joder, qué tristeza. Se va poco a poco toda una generación que abrió las ventanas para llenar de aire fresco la casa del arte. Una casa que a finales de los setenta llevaba demasiado tiempo oliendo a naftalina.

En aquel momento Murcia tenía galerías donde los cuadros colgaban de varillas de latón rematados con marcos historiados sobre cortinones rojos, los escasos catálogos se imprimían en blanco y negro sobre cuché brillo y la jerarquía de artistas-maestros estaba muy marcada. Eso sí, las tertulias en los cafés eran diarias. En mitad de aquella grisalla, unos pocos jóvenes artistas con influencias externas practicaban un activismo artístico con más conciencia plástica que política, aunque también. Lo principal era el juego, el reto plástico, los límites de la disciplina. Y en mitad de aquel movimiento-remolino invertebrado emergía por derecho Antonio Ballester, con una figuración iconoclasta de una eficacia insólita. Su formación parisina en la Escuela de Diseño le daba sobradas herramientas para acometer cualquier obra con esa mezcla de ingenuidad, violencia y elegancia tan característica, que hacía que cualquier pieza grande o pequeña te estallara en la cara como un globo de helio. Ante un dibujo, un cuadro o una escultura de Antonio no hay ninguna duda de la autoría, ni de lejos. A eso se le llama voz propia y Antonio la tenía de sobra. Como todo gran artista era un niño, pero no repelente, sino un niño trasto incapacitado para la severidad con una acentuada tendencia a la irreverencia. Escribiendo este texto me viene a la mente su risa malvada de Patán (el perro de Pierre Nodoyuna) y su cara enrojecida cuando en un evento te hacia reparar sobre un personaje que le parecía ridículo. Generalmente alguien muy engolado y seguro de sí mismo. Nos reíamos mucho juntos. Compartíamos nuestro afrancesamiento y usábamos ese idioma para decir inconveniencias en público sin que nadie las notara (o eso queríamos creer). Imitábamos el acento de los emigrantes en Francia procedentes del sur. Eso no era políticamente correcto, pero si has sido uno de ellos te lo puedes permitir. También hablábamos de coches, le encantaban los motores. Pero sobre todo de carrocerías, declarábamos con frecuencia nuestro convencimiento de que Bertone y Pininfarina era dos de los escultores más grandes del siglo XX. En One car show dejó patente ese amor por el arte del modelaje industrial.

En el enjambre del arte contemporáneo, si un artista consigue crear por lo menos una imagen icónica, de esas que te rebotan en la cabeza cuando cierras los ojos, ya puede irse tranquilo de este mundo. Eso significa que ha dado con creces a la vida de los demás, lo que ella le ha dado al nacer. Bien, pues Antonio tiene una buena decena de ellas. Estoy pensando en algunas. La Virgen y el punk, que hoy sería sin duda denunciada por alguna asociación de abogados meapilas. El King Kong subido a la torre de la Catedral sujetando a una huertana que sirvió de cartel (pirata, porque fue un auto-encargo) de las Fiestas de Primavera. One car show, que ya he citado antes. El Gran gorila. Amante de la iconografía popular, jugaba a parodiar los almanaques de chicas desnudas sobre deportivos que colgaban en los talleres mecánicos. Digo ‘pretendía’ porque lo que resultaba era una pintura de una seriedad y una enjundia propia de los grandes pintores románticos, lo que nos dejaba a todos boquiabiertos. Tanto por temática como por la realización, aquellas piezas siguen siendo épicas.

Recuerdo las dos veces que le pedía una colaboración a las que siempre se entregaba en cuerpo y alma. La primera cuando lo invité a participar en el Salón de Cultura Erótica de Alicante que dirigía Antonio Álvarez, otro buen amigo fallecido recientemente. Le había dado las medidas de los stands y apareció con media docena de piezas sobre papel debajo del brazo de un formato más que excesivo. Las abrió en el suelo como un vendedor de alfombras esperando respuesta. Pepe Gómez estaba esperando para seguir montando, nos mirábamos, Antonio con la expresión de un niño que acaba de romper un jarrón se fue poniendo rojo y de repente empezamos a reír todos como posesos. Eran de una genialidad exultante. Tuvimos que colgarlas en la parte más alta del edificio, rozando el techo, que era el único sitio donde cabían.

La última fue cuando una serie de artistas apoyamos al movimiento prosoterramiento con una exposición improvisada en unos bajos pegados a las vías. Antonio apareció con otro gran rulo de papel sobre los hombros imitando los andares de un leñador que lleva un tronco. De nuevo lo desplegó sobre el suelo y... ¡zas!, otra pieza maestra resuelta con una soltura impresionante. Todos lo celebramos, él estaba feliz. Tenía cierta misantropía, pero cuando estaba rodeado de artistas se sentía cómodo y se le notaba. Estaba en familia. Y eso siento yo ahora que se nos ha ido otro hermano.

Bon voyage mon pot, bientôt on va roulera à toute vitesse sur Le Mans dans une Lotus noire.