Pintura

Fallece Antonio Ballester, el pluridisciplinar "fabricante de imágenes"

El murciano muere a los 72 años tras vivir toda una vida artística bajo sus propias reglas

Antonio Ballester

Antonio Ballester / Juan Ballester

Asier Ganuza

Asier Ganuza

En los últimos años, no se había dejado ver demasiado. Quizá su última gran aparición tuvo lugar en plena pandemia, en el difícil invierno de 2020. Con la mitad de su rostro oculto tras una mascarilla blanca, presentó junto a Esteban Linares y Ángel Fernández Saura una muestra en La Glorieta dedicada a ellos, a los herederos murcianos del legendario Grupo Pórtico (Fermín Aguayo, Alberto Duce, Santiago Lagunas...), de aquellos revolucionarios que rompieron con las tendencias artísticas del pasado. También se pudo contemplar obra suya en la primavera de 2022, cuando la Fundación Cajamurcia sacó pecho en Las Claras de su ingente colección de obras de creadores murcianos del XX y XXI. Allí se expusieron trabajos de los mejores: de Gaya, de Párraga, de Pedro Flores..., y, por supuesto, su firma también tenía que estar (porque sí, era uno de los grandes).

Y eso que Antonio Ballester Le Ventes, fallecido ayer a los 72 años de edad, no lo tuvo fácil para hacerse un nombre. O, por lo menos, no todo lo fácil que podría parecer. Porque ser hijo de Mariano Ballester –otro gigante, al que se homenajeó en el Almudí el pasado verano, con una muestra retrospectiva con cerca de 150 obras– era un arma de doble filo: de dónde procede el don que ambos compartían es un misterio (como no puede ser de otra manera), pero es obvio que de algún sitio debió haberlo heredado; además, y aunque siempre aseguró que su padre nunca le dirigió, tener en casa a un maestro solo puede repercutir positivamente en la formación artística de un joven creador. No obstante, a menudo recordaba cómo, durante sus primeras apariciones –y exposiciones–, su nombre parecía más asociado al de su progenitor que a sí mismo.

Sin embargo, Antonio –que nació en París en 1952 pero vivió en Murcia toda su vida– nunca imitó a su padre. Ni a su padre ni a nadie, en realidad. Él siempre siguió su propio instinto y dictó sus propias reglas (basadas, en esencia, en la ausencia de estas). Nunca se dejó llevar excesivamente por corrientes concretas ni quiso atarse a ningún movimiento; ni siquiera a una disciplina. Ni siquiera a dos disciplinas. Ni a tres. Era, decía, un artista «pluridisciplinar», pues, tras regresar a Francia en su juventud, a finales de los sesenta, para formarse en la École Supérieure d’Art Graphique de la capital gala –a instancias de su progenitor, que entendía que, por aquel entonces, la educación que se recibía en las escuelas de Bellas Artes españolas era todavía, en cierto modo, «castradora»–, cultivó, además de la pintura, materias como la fotografía, la escultura e, incluso, los diseños gráficos e industriales.

De hecho, una de sus intervenciones más recordadas es, sin duda, One car show, que presentó en la iglesia de Verónicas de Murcia en 2002 y que refleja a la perfección su posicionamiento ante la actividad creadora. El título no engaña: lo que expuso el artista era un coche; y sí, una serie de bocetos que ayudaban a entender el proceso, pero, en esencia, lo que hizo fue diseñar un bólido deportivo y meterlo en un museo, e invitaba al público a reflexionar sobre este hecho. Porque, además del trabajo escultórico –la máquina soñada de Ballester, bautizada como Messala, estaba hecha de madera y poliéster; no era un coche real–, su autor lo que pretendía exhibir era una profunda reflexión –y crítica– sobre las cadenas de producción y distribución, que hacía tiempo que ya habían alcanzado a un mundo a priori antagónico a este como es el del arte.

Pero es que el murciano, por encima de escultor, pintor, fotógrafo o diseñador gráfico, se consideraba a sí mismo como un «fabricante de imágenes», y la disciplina utilizada en cada ocasión respondía únicamente a la que de mejor manera le permitía transmitir ese mensaje. Cabe mencionar aquí, por ejemplo, la que fue su última exposición individual en Murcia, en enero de 2019, en la galería Art Nueve. Se titulaba Robot y estaba compuesta por cuatro cabezas totémicas de grandes proporciones que aludían a la frialdad transparente de la era digital, pero incluso en la elección de la forma de su representación había un mensaje: en aquella ocasión apostó por la pintura sobre papel, ya que entendía que así establecía una paradoja entre la artesanía y la tecnología.

Y es que, para Antonio Ballester, el arte era una manera de enfrentarse al mundo; quizá la única que conocía. Era su posicionamiento ante la vida, el lenguaje con el que se expresaba (metáfora que, por manida que parezca, en esta ocasión roza incluso la literalidad). Y por eso, hasta su muerte, y aunque algo más apartado ya del foco mediático, siguió trabajando en su casa-estudio de Vistabella, aquella a la que se mudó junto a su madre, Monique Les Ventes, desde el caserón familiar del Carmen tras la muerte de su padre; aquella que siempre ansió convertir en un centro cultural. No lo consiguió, y hoy su pequeño laboratorio está más vacío que nunca. Pero no del todo, porque sus imágenes perduran, son eternas. Es lo que tiene no ser un rehén de la materia.