Opinión | Las trébedes

Cuida esa lengua

No todos podemos ser Demóstenes, pero todos podemos esforzarnos para saber hablar en público de forma correcta y respetuosa

Miguel Henriques

Miguel Henriques / Unsplash

Allá por 1997, el Nobel de Literatura Gabriel García Márquez provocó importante revuelo en todo el orbe hispanohablante con su discurso en el I Congreso Internacional de la Lengua en el que abogaba por una simplificación de la ortografía llamando a «enterrar las haches rupestres». El escritor y periodista se refería en Zacatecas a la ortografía como «terror del ser humano desde la cuna». Sin entrar en cuánta ironía o cuánta intención había en sus palabras, más de un cuarto de siglo y varias leyes orgánicas de educación después, seguimos en nuestro país a vueltas con el valor y la necesidad de la buena ortografía. Acaba de anunciarse una nueva legislación que entre los criterios de evaluación de la futura selectividad (EVAU o EBAU, que ni en eso concordamos en todas las autonomías) incluiría algunos relativos a la ortografía y la redacción. Hasta la fecha, no se ha impuesto a las Comunidades Autónomas ningún criterio relativo a la «coherencia, corrección gramatical, léxica y ortográfica de los textos» aplicable a todos los exámenes.

Se volverá a armar la marimorena, será tema de conversación y de discusión más o menos agria entre el profesorado. Siempre hay profesores más y menos ‘comprensivos’ con las faltas y con la mala redacción. Hay algunos argumentos que son, a mi juicio, incontestables. Si no aprendes a expresarte bien antes de llegar a la universidad, o de acceder a unas oposiciones a policía o agente judicial, por ejemplo, ¿cuándo aprenderás? Esto pasaba mucho y seguirá pasando, con independencia de ese 10% de penalización que parece que va a contemplarse. Típico alumno que quiere ser policía o bombero y considera que redactar bien o escribir sin faltas no es importante y que tú con tu ‘manía’ le estás poniendo trabas injustas para realizar su sueño. ¿Y cuando tenga que describir un accidente en un atestado y no se entienda lo ocurrido? ¿Y si tiene que presentar un informe, por ejemplo ante un juzgado, sobre un asunto que trascienda a la prensa? «¿Te gustaría que publicasen los periódicos tu texto plagado de faltas de ortografía y redacción?». «No, profe, claro». «Ah. Entonces, a mejorar ¿eh?» No hablemos de aquellos que justifican su mala ortografía o mala redacción aduciendo que son 'de ciencias', refiriéndose a las naturales, claro. Aquí el ‘touché’ venía con pedirles que enunciasen el principio de Arquímedes o que hicieran un sencillo cálculo mental y tampoco sabían. Ay. Ahora bien, esto es muy fácil desde el estatus de profesor. Pero vayamos un poco más allá y observemos qué grado de importancia o de valor se da en la vida social, fuera del aula, a la ortografía y la gramática, y en general a la correcta y bella expresión oral o escrita. Porque me temo que es poco. Así lo advertía recientemente Julio Llamazares, un escritor serio y comprometido con la literatura y con la sociedad, diciendo que sobre todo los jóvenes y sobre todo en redes sociales escriben mal porque el entorno es hostil a la buena escritura. Esto es algo que los profesores que ponen cuidado y esfuerzo para que su alumnado escriba bien han tenido que enfrentar con frecuencia. Cuando un alumno se queja de que lo han suspendido «por una palabra» es muy probable que esté exagerando y que esa palabra fuera solo uno de los defectos graves que tenía su examen. Personalmente, no logro olvidar a una madre a la que, mostrándole yo los numerosos errores del examen de su hijo, le señalé que había escrito inequívocamente ‘lactancia’ por ‘latencia’ (la pregunta era sobre las fases del desarrollo de la personalidad según Freud) y se escandalizó de mi exigencia: «¡por una palabra!».

No es infrecuente que reputados periodistas, que lideran audiencias, reconozcan sin rubor su dificultad para pronunciar correctamente alguna palabra y se despachen despectivamente contra los discursos que contienen palabras cultas o términos rigurosos. Incluso se llega a presumir de cometer errores lingüísticos y desear salir en un espacio dedicado a señalarlos, eso sí, con muy buen humor. En cualquier informativo de radio o televisión (y no creo que la cosa sea mejor en otros medios actuales) se asestan habitualmente varias puñaladas a la gramática. A veces, leído un artículo, uno no sabe quién hizo qué a quién, por ejemplo. Los amantes de la lengua sufrimos. Desde luego, el rigor léxico exigible no es igual en todos los contextos. No puede exigirse el mismo entre especialistas que en la población general, ni en una tesis doctoral el mismo que en un programa de radio. Pero, como alertaba Lázaro Carreter, si la expresión es pobre, el contenido también lo será; necesariamente. Y también son demasiados los profesores, con muchas otras virtudes, que no dan suficiente valor a la calidad lingüística de la expresión de sus alumnos. De la inspección educativa y los suspensos hablaremos otro día.

No todos podemos ser Demóstenes, pero todos podemos esforzarnos para saber hablar en público de forma correcta y respetuosa (las muletillas, por ejemplo, son faltas de respeto). No todos podemos ser Cervantes, pero todos debemos alcanzar un dominio de la lengua suficiente para que nuestros escritos sean presentables. Tenemos un sistema educativo que tiene todo lo necesario para hacer esto posible. Y sí, exigirlo para acceder a la Universidad o para lograr ser profesor puede ser un medio que contribuya a que mejore la capacidad (o ‘competencia’) lingüística y a que se valore la buena expresión en nuestra maravillosa y maltratada lengua, que es la tercera más hablada en el mundo.

Suscríbete para seguir leyendo