Opinión | El retrovisor

‘Catering’

Qué manjares los de otros días y qué precios los de entonces en la Murcia provinciana, cuánto hubieran gozado el señor presidente, sus ministros y los esforzados sindicalistas, tan amigos de la buena mesa

Carros con verduras en la plaza de abastos de Verónicas, hacia 1961.

Carros con verduras en la plaza de abastos de Verónicas, hacia 1961. / Archivo TLM

No me extraña que el presidente Pedro Sánchez dude en dejar la poltrona de la Moncloa en profundas reflexiones. El presupuesto de 250.000€ del catering del Falcon (ya hablamos del avión como si fuera un 600) no deja de ser toda una deseable galguería, como puso de manifiesto el otro día, con todo lujo de detalles, el senador pepero Francisco Bernabé: ginebras, güisquis, champagnes, surtidos ibéricos, jamones de pata negra, anchoas del Cantábrico y un largo etcétera de marcas gourmet y delicatessen de lo más ‘in’. Ahora entiendo que no se quiera bajar del avión. Qué manjares los de otros días y qué precios los de entonces en la Murcia provinciana, cuánto hubieran gozado el señor presidente, sus ministros y los esforzados sindicalistas tan amigos de la buena mesa.

«El comer es cosa de pobres», dijo uno que apenas comía. «Como para vivir, no vivo para comer» comentaba otro que no tenía ni para echarse un mendrugo a la boca. Ahora a los muertos de hambre (cada día somos más) se les denomina ‘vulnerables’. Lo de invulnerable pasó a la historia cuando dejamos de leer los pajizos cuadernillos de Superman, los que editaba la mexicana Editorial Novaro. Superman nunca comía, ni Clark Kent, tampoco. Por no tomar, no tomaba ni el café aguado en la redacción del Daily Planet, ni convidaba a la curiosa Lois Lane, ni al pelirrojo picarón, fotógrafo él, Jimmy Olsen.

Puesto a recordar –en definitiva es de lo que tratan estas letras–, me llevan a evocar a toda aquella pléyade de oficios, de personas, que antaño proveían los hogares murcianos. De aquellas gentes que voceaban su género en los puestos del mercado, cada mañana, cada día del ayer. 

Si tuviera que elegir alguno de aquellos oficios desaparecidos, me quedaría, siempre por afecto, con la figura del lechero. Un trabajo que usurpaba las funciones del reloj, ya fuera por las mañanas, ya fuera por las noches. El lechero marcaba la vuelta o la salida de casa. El gran impertinente a la hora del beso a la novia en el portal. Polémico aguador, digo, mejor expendedor de leche, cuando la leche empañaba el vaso y precisaba de su cocción, creando conflictos en la cocina al desbordarse la olla en momentos tan cruciales como el desayuno.

Qué decir del huevero, del panadero (inolvidable ‘Titi’ en su triciclo motorizado y su leyenda: «Usted pida paso que el Titi le cederá el paso» en la Murcia urbana) cuando el pan era pan, y no una masa congelada informe que hace sangrar el cielo del paladar. El pan, incluso, se comía en la soledad de su miga. ¡Qué pan el de Guillén en la Trapería, toda una golosina en los recreos colegiales!

Por aquellos entonces, en los inicios del zureo amoroso, los aspirantes a bachiller elemental colonizaron el Café-Bar de Alfonso X, consumiendo la tapa más económica: los berberechos. Ensaladilla y caballitos del ‘Bar Bernardo’ con la señora Isabel en los fogones, mientras en un rincón del local mi inolvidable amigo Juan Santiago García Parra clavaba los codos para sacar adelante con aprovechamiento su carrera de letrado. 

Empanadillas rellenas de exquisita ensaladilla en ‘El Cerezo’, pariente de ‘El Yerbero’, ambos en la calle Alfaro. Las angulas con ojos y gambas al ajillo en el ‘Bar Levante’. El pulpo del Centro Gallego en Alejandro Seiquer. Los calamares a la romana en ‘Pepe el del Romea’, sito en la plaza de Santa Isabel, fueron aperitivo obligado a la salida de la misa dominical. Tortas de chicharrones, salteadores hojaldras, pasteles de carne familiares de ‘Guillén’, ‘Barba’ y del viejo ‘Horno de la Fuensanta’ fueron galguerías de otros días.

Las plazas de abastos de Saavedra Fajardo y de Verónicas eran toda una explosión de color, de sabores y de aromas de huerta. Verduras brillantes, recién recolectadas, bañadas por el rocío de la madrugada. Puestos de venta humildes por su estética y grandes por su contenido, productos que incitaban al pecado capital de la gula en el vergel que fuera la Murcia del ayer.

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