Opinión | Dulce jueves

Derecho a equivocarse

El reconocimiento del error es tan crucial en política como perversa es su ausencia. Está vinculado con lo más esencial de la gestión de las cosas públicas: hacerse cargo de las consecuencias de tus actos y responder ante la ciudadanía

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, y el expresidente del Gobierno, José María Aznar.

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, y el expresidente del Gobierno, José María Aznar. / Borja Sánchez-Trillo / EFE

El día que un político reconozca que se ha equivocado, será algo tan insólito que creará una nueva tendencia en la comunicación política, un nuevo paradigma, una revolución. Y, probablemente, ese líder exótico arrasará en las urnas. Si todos nos equivocamos, ¿por qué no va a hacerlo el político? ¿De dónde viene ese pánico a quedar como un tonto o un metepatas? Quizá de un exceso de autoestima, una enfermiza consideración de la propia importancia, un síntoma de la fanfarronería del poder. Equivocarse debería ser un derecho, pero tiene que ir acompañado de la admisión del error.

El reconocimiento del error es tan crucial en política como perversa es su ausencia. Está vinculado con lo más esencial de la gestión de las cosas públicas: hacerse cargo de las consecuencias de tus actos y responder ante la ciudadanía. Es una medida del compromiso con el que asumes tu vocación de servicio y tu responsabilidad. Max Weber lo explicó muy bien en su definición del liderazgo: una personalidad carismática, con un fuerte instinto de poder, pero motivada exclusivamente por su preocupación por el mundo y sostenida en la responsabilidad, antes incluso que en la razón, por que la política se juega en el terreno de la realidad y de los esfuerzos colectivos. El verdadero líder actúa asumiendo la distancia entre la intención y el resultado, con una responsabilidad implacable con los efectos no deseados: no vale decir, no quería que esto pasara.

En estos tiempos en los que el marketing y el relato lo son todo en política, un líder así es una especie difícil de encontrar. No existe el compromiso con algo que no sea uno mismo. Todo responde a un mero cálculo de coste-beneficios. Nadie apostará contra su imagen. El pasado no existe, porque se puede reescribir desde el presente para convertirlo en un escenario más de la lucha partidista. En este aniversario del atentado del 11M hemos tenido una prueba más de todo esto, y más dolorosa que cualquier otra por lo recientes que son sus heridas. En lugar de la culpa compartida y el reconocimiento de que nadie estuvo a la altura, nos hemos dedicado al deporte nacional del reproche mutuo. En lugar de un esfuerzo de reconciliación, una vez más la trinchera. Otra oportunidad perdida. Nadie ha podido mirar el pasado con la valentía de diferenciar entre intenciones y resultados, y observarlos fríamente a ambos. El líder del PP ha estado a punto, pero se ha quedado a medias. «Es evidente que bien no se gestionó», dijo Alberto Núñez Feijóo un día después del 20 aniversario del 11-M y después de que FAES, la fundación que dirige José María Aznar, volviera a defender la actuación del Gobierno ante el peor atentado que ha sufrido España en su historia. 

Pero ahí se quedó. No lo hizo bien porque mintiera, sino porque aquello le costó la derrota en las elecciones. «Si las encuestas decían que llevamos mucha o cierta ventaja, entiendo que no gestionamos bien aquellos días». Es decir, que el relato del oponente fue más creíble.

Suscríbete para seguir leyendo