Opinión | Pasado de rosca

La herencia del 11-M

Con el 11-M se consagró una manera de hacer política con un cinismo que todo lo justificaba con tal de mantener el poder

Imagen de archivo del atentado de Atocha del 11M.

Imagen de archivo del atentado de Atocha del 11M. / EFE

A raíz del 11-M perdí algunas amistades que creía acrisoladas. Ya sé que eso es una minucia ante quienes perdieron la vida o se ven condenados a penar cada día del resto de sus vidas por haber sufrido en sus carnes el atentado terrorista. Las auténticas víctimas han sido esas. Sin embargo, en este país todos hemos sido un poco víctimas, no solo porque a todos nos ha dolido, sino porque lo que siguió al atentado marcó también nuestras vidas, la política y el periodismo hasta hoy mismo.

No se trata de cargar en el debe del terrible atentado terrorista todos los males, que son muchos, que nos acaecen. Pero convendría hacer un balance a 20 años vista del cauce que tomaron los acontecimientos en España.

Se puede imaginar el terror que despertó en los dirigentes del PP lo inmediato de unas elecciones en las que un indolente Rajoy sustituía como cabeza de cartel al vehemente Aznar. El diagnóstico, que muchos atribuyen al desaparecido gurú Pedro Arriola, fue certero. Si los autores del atentado habían sido de ETA, entonces el voto se inclinaría a favor del PP. Por el contrario, si el atentado había sido llevado a cabo por un grupo islamista, un número de votantes indeterminado, pero en todo caso elevado, rechazaría las papeletas del PP. Y ello por una ecuación muy sencilla. El PP parecía un partido más solvente para detener la amenaza terrorista de ETA. Pero si Al Qaeda o cualquiera de sus facciones estaban detrás del atentado, se debía a la participación de nuestras tropas en la guerra de Irak, decidida por Aznar y hecha visible en todo el mundo por la foto del ‘Trío de Las Azores’. Así lo entendieron, por ejemplo, algunos directivos de la sede madrileña de un banco francés, que se pusieron a rezar «para que haya sido ETA» (sic), en un asombroso contrafáctico retrospectivo.

Ante esto, el Partido Popular podía optar por reaccionar con gallardía asumiendo el protagonismo bélico aznariano o, como a la postre hizo, por tratar de convencer a todo el mundo de que los autores habían sido otros y no los que señalaban primero todos los indicios y después las investigaciones. Para esto, se inició una miserable campaña de engaño a nivel diplomático y mediático. El mismo Aznar llamó por teléfono a los directores de los principales medios de comunicación, y sus diplomáticos, empezando por la ministra de exteriores, Ana Palacio, se emplearon a fondo en organizaciones internacionales, como la ONU, a la que se arrancó un comunicado en el que se culpaba a ETA del atentado

A nivel mediático, la aznariana tesis de ETA fue secundada en medios oficiales y no oficiales por periodistas afines. Es de resaltar la labor de Alfredo Urdaci —famoso por su «ce-ce-o-o» en el telediario— que llegó a censurar una entrevista con el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, de la que TVE emitió solo algunos fragmentos. El diario El Mundo, con Pedro J. a la cabeza, fue de los más contumaces en crear un relato conspiranoico y denunciando a todos los medios y profesionales de la información que no secundaban la teoría de la autoría de ETA. En pleno juicio de los encausados todavía había periodistas que, cual terraplanistas en contra toda evidencia, seguían sosteniendo que todos los que negaban esa autoría de ETA estaban intoxicando interesadamente a la opinión pública. Cuando eran ellos los auténticos intoxicadores.

Lo cierto es que ese modo interesado de alterar una realidad, que finalmente quedó patente en sede judicial, hizo que la tesis de ETA fuera adoptada como verdadera por gente que no tenía más interés en que el PP ganara las elecciones, celebradas tres días después que el del que quiere que gane su equipo. Quiero decir que el interés de los dirigentes del PP era conservar el poder que finalmente perdieron el día 14 de marzo. Y que con ese fin estuvieron dispuestos a mentir y a calumniar a quienes trataban de desvelar sus mentiras. También es comprensible, aunque totalmente censurable por canalla, el interés de determinados profesionales de la desinformación en secundar las tesis del PP, por su cercanía al poder. Pero hubo mucha gente, que podríamos calificar de simples hinchas, que hizo suyas las tesis del partido que iba a ser desalojado del poder por una ciudadanía que no toleró la mentira.

Y decía que las cosas no se quedaron ahí, que no solo se alargó esa falsedad en la explicación de lo que pasó en el 11-M, sino que se consagró una manera de hacer política con un cinismo que todo lo justificaba con tal de mantener el poder y que ha permeado ya otros partidos políticos distintos del que primero la puso en práctica

Por su parte, el periodismo tampoco salió indemne del envite. Hoy es perfectamente posible ubicar cada medio en el espectro político. Y no es que no sea lícito que un medio tenga una línea editorial progresista o conservadora, para resumir, sino que la independencia de cualquier línea política concreta es un requisito para que exista una prensa libre que se ponga al servicio de la verdad y de los lectores. Claro que el pecado ya estaba en el origen. Un periodista lúcido como José Antonio Zarzalejos justificaba en una reciente entrevista con Jordi Évole que el periódico que dirigía el 11-M, el ABC, publicara el 12-M un editorial compatible con la línea mantenida por el gobierno de Aznar. Lo justificó diciendo que «el director de ABC» no era «el ciudadano Zarzalejos» y que el director de ABC tenía un compromiso institucional. Hay que responder a ello que el auténtico periodista no debe tener otro compromiso que ponerse al servicio del lector y de la verdad.

Así pues, en estas herencias del 11-M todavía estamos revolcándonos. Y las amistades perdidas no se han recuperado, porque lo que antes eran discrepancias discutibles, se han convertido, para desgracia de todos, en antagonismos irreconciliables.

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