Las fuerzas del mal

Habituarios

No conviene llorar, sin embargo, por la leche derramada, sobre todo a estas edades donde, contando más las despedidas que las bienvenidas, los obituarios se convierten en habituarios

Pedro del Vas

Pedro del Vas / L.O.

Enrique Olcina

Enrique Olcina

La transición entre la risa y el llanto puede ser un latido. Esta semana no he tenido tiempo a despedirme de Pedro, porque Pedro tampoco contaba con decir adiós. Decía un amigo común, Dany, que su tarjeta de presentación era su abrazo. Yo añadiría que su sonrisa, que derivaba en torrente de risa a poco que la acariciaras. Pedro no veía cualquier apuesta que le hicieras, sino que envidaba un poco más, te ponía una vuelta de tuerca encima del tapete, para seguir el juego. Verlo era una corriente eléctrica, como eléctrico era el tupé de su siempre envidiado pelazo, que empezaba a engalanarse con la plata serena de los años. Pedro, sobre todo, era un lugar seguro, por breve que fuera la estancia, pero nunca aburrido. Todo eso se ha ido, sin despedirse, sin que podamos decirle adiós, que en realidad es un hasta luego, porque aunque donde hubo carne ahora hay ausencia, la ausencia se hará carne en el recuerdo, en la memoria. Y Pedro volverá a estar, de otra manera distinta, pero volverá, cuando se atenúe el dolor aumentado de su muerte por su partida tan inesperada.

Para cuando pude despedirme de Cayetano, esta semana también, él estaba durmiendo en una habitación de certeza. Me despedí por persona interpuesta. Albert, que ha estado con él veintidós años, porque Cayetano siempre insistió en no darse importancia, incluso cuando se estaba muriendo, y en ese momento me dieron ganas de darle un pescozón, porque esa manía de no querer molestar que tienen determinadas personas es lo que las hace más queridas . Siempre le gustó vivir y quizá, por eso, admitió que la muerte era, en este caso sí, el proceso lógico. Era de pocas palabras pero de buen consejo. Tenía una risa profunda que le surgía del estómago y unos ojos brillantes que hacían juego con el mostacho que también, como la máscara elegida, revelaba tanto como lo que quería esconder, porque parecía, muchas veces, reírse aunque la boca que ocultara intentara estar seria.

En la despedida de Cayetano, Albert me dijo que la vida no perdona, y es bastante cierto. No perdona lo que no vivimos, no perdona los sueños que traicionamos por miedo, no perdona nuestras huidas. Nos las hace pagar y, a posteriori, lo que pareció prudencia se mostró cobardí,a ¿pero cómo pudo saberse entonces?, nos hace lamentarnos de las oportunidades perdidas. No conviene llorar, sin embargo, por la leche derramada, sobre todo a estas edades donde, contando más las despedidas que las bienvenidas, los obituarios se convierten en habituarios.

También me contaba Albert que intentaba hacer lo que Cayetano habría querido, pero todo el asunto del sepelio no le habría gustado demasiado, con esa manía de no darse importancia. En la soledad del apartamento en el que vivieron, notando quizás un enfado en el aire, pidió Albert a ese silencio huraño que tirara un cuadro de la pared si no estaba de acuerdo con todo lo que estaba sucediendo.

Los dos nos reímos con ese intento espiritista, porque entre el llanto y la risa hay un latido de distancia, y la risa es el arranque del motor de la vida cuando parece que se para.

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