Don Juan, noviembre y la muerte

Nacer es comenzar a morir, y es ahora, en vísperas de Todos los Santos, cuando el aroma a crisantemos y nardos inunda los cementerios, y la reflexión y el temor a lo desconocido se hacen patentes

El actor Julio Navarro Albero en el papel de don Juan Tenorio.

El actor Julio Navarro Albero en el papel de don Juan Tenorio. / María Celdrán

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

Octubre descuelga su hoja del almanaque en la víspera de la festividad de Todos los Santos, los que dan paso a un mes de noviembre cargado de grises, ocres y amarillos que pintan las hojas secas, ayer vivas de verdes en las arboledas y que como nosotros, se van marchando, arrastradas por las ventoleras, ‘pelacañas’ que irremisiblemente nos depara el tiempo.

Con el paso de los años, la muerte va adquiriendo especial protagonismo, y se acepta tan fatal destino con temerosa y natural resignación. Sensación, sentimiento muy diferente a los años de juventud, cuando el vigor y el calor de la sangre imponen sus inexpertos designios, haciéndonos huir de los malos presagios que desde la cuna acechan.

Nacer es comenzar a morir, y es ahora, en vísperas de Todos los Santos, cuando el aroma a crisantemos y nardos inunda los cementerios, y la reflexión y el temor a lo desconocido se hacen patentes.

Lápidas, sepulcros y epitafios nos llaman en la visita a los camposantos con morbosa curiosidad: «Lo que tú eres yo fui», reza en la losa a la sombra severa del ciprés. Y el helor del miedo al leer el mensaje por estos días entra por los pies y llega hasta el alma. La imagen de los afectos y amigos muertos vistiendo la mortaja en el ataúd se agolpa en la memoria y se llega a sentir el profundo frío cadavérico, el rigor mortis de quienes compartieron vida y sonrisas en días felices. Vuelve el olor intenso y fresco del barniz que cubría el féretro que los acogió en su viaje hacia lo infinito en el día de su entierro. Cirios y velas iluminan las sombras junto a retratos que el tiempo hace palidecer. Y uno, los mira, y con la mirada acude la congoja que nos hace ver nuestra propia muerte y nos hace preguntarnos el cómo, el porqué y el cuándo…

Con noviembre vuelve la ‘eterna rondadora’, la que a todos, y a todas horas, en cada minuto y en cada segundo, al igual que un libertino y deseoso don Juan, nos aguarda.

‘Huesos de santo’ y buñuelos ponen la nota vital y golosa, otro recordatorio banal de la humana insignificancia que, como los ritos fúnebres, acompañan al hombre desde que es hombre. Mientras, en el murciano Teatro Romea y gracias a Julio Navarro Albero, sucesor egregio del gran actor Julio Navarro Carbonell, se revive y se percibe el amor, el óxido del viejo hierro de las verjas de los panteones; se siente el gélido mármol y el húmedo vaho que desprende la tierra horadada, fosa que acoge mitos, ilusiones y penas de unos pobres huesos, despojos de una vida, que por serlo, deparó en muerte, la que a todos mide con idéntico rasero, tumba de vanidades y frustraciones.

Los cementerios se llenan de flores, de oraciones y también de olvidos. Siempre nos quedará una luminosa rendija de esperanza bajo el crucifijo, el que nos aparta de un viaje a ningún lugar, a la nada. 

Y el día de difuntos con don Juan Tenorio en los escenarios, entre estocadas de aceros toledanos y besos furtivos, volveré a recordar a quienes una vez estuvieron vivos y hoy tan solo son recuerdo.

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