Luces de la ciudad

Amigos

La amistad verdadera es una amistad intencionada basada en lo bueno de la vida y en el bien para el amigo, una amistad que no espera nada a cambio

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Ahora que media España está de vacaciones y la otra media se relame esperando con ansiedad que llegue su turno en agosto, y a pesar de que queden ya alejadas en el tiempo las graduaciones de colegios, institutos y universidades, cursos varios y escuelas de baile, un grupo de amigos hemos realizado nuestra particular graduación de fin de curso en una solemne y copiosa comida, costumbre mensual que practicamos durante todo el año, la comida, no la graduación. 

Cinco amigos, cinco: Antonio, un bandolero de Sierra Morena, donjuán, truhan y señor; José María, reflexivo y profundo, amante de la filosofía y la poesía; Paco 1, generoso y trasparente, una persona sin dobleces; Paco 2, el único que trabaja de los cinco (así vamos), con un corazón tan grande que no le cabe en el pecho, un tío que se viste por los pies; y yo, que, si algunos de ustedes siguen esta sección, ya sabrán, más o menos, de qué pie cojeo. En definitiva, gente de buen vivir que en vez de ponerse la beca y el birrete se coloca en la cabeza una montera llamada mundo. Y es que, a nuestra edad, la segunda y media, vislumbrando algunos la tercera en un horizonte no tan lejano, creo que podemos permitirnos el lujo de tomar nuestras propias decisiones sin que nos importen demasiado o nada las opiniones de los demás.

Pues sí, cinco graduados ‘cum laude’ que disfrutan y alardean de su amistad y que a falta de una irresistible señora Robinson que los seduzca, tienen que conformarse con la atención y el encanto personal de Bartolo, el dueño del local y camarero. Buena gente.

Pero, si algo destacaría de estos concilios cardenalicios, en los que nos dedicamos principalmente a hablar, pues eso, de nosotros, de nuestras cosas…, de la vida, es, sin duda, esa sensación tan peculiar, mezcla de tranquilidad, seguridad, intimidad, empatía…, que surge en compañía de buenos amigos, de esos a los que conoces y te conocen como si te hubieran parido, de esos que comparten tus inquietudes, tus problemas y tus alegrías de forma sincera, de esos que cuando los necesitas están. 

No insistiré más sobre este tipo de aspectos como dar y recibir, calidad por cantidad, tener un hombro donde llorar…, que rozan la ñoñería, porque a esta altura de la película, todos conocemos el significado real de una amistad verdadera, la misma que Aristóteles definió allá por el siglo VI a.C. en su Ética nicomáquea como areté, la virtud, la excelencia; diferenciándola de los otros dos tipos de amistad que él mismo propone en su obra: la amistad por placer, cuyo objetivo es compartir la diversión, y la amistad por utilidad, donde se obtiene algún tipo de beneficio de ser amigos. Ambas accidentales y con fecha de caducidad. Sin embargo, para el filósofo griego, la areté, la amistad verdadera, la amistad de la virtud, la misma que respiro y comparto cada vez que me reúno con mis amigos, es una amistad intencionada basada en lo bueno de la vida y en el bien para el amigo, una amistad que no espera nada a cambio, salvo, quizá, esa virtud esencial para mantenerla viva: la reciprocidad. 

«No camines delante de mí, puede que no te siga. No camines detrás de mí, puede que no te guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo» (Albert Camus). Y es que, ya saben, una amistad auténtica no tiene precio.

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