Opinión

MÓNICA LÓPEZ ABELLÁN

Club de madres

Caín y Abel, David y Goliath, cartagineses y romanos, moros y cristianos, cartageneros y murcianos, californios y marrajos, progresistas y conservadores, izquierda y derecha, arriba y abajo, delante y detrás, luz y oscuridad, blanco y negro, bien y mal, infierno y paraíso... La verdad es que esto de ser humano parece una condena a un dilema, a tener que decantarse por una opción o la contraria y, claro, así se entiende que el enfrentamiento y la crispación sean continuos, como si cada paso que diéramos requiriera de nosotros una respuesta afirmativa o negativa, en función de nuestros gustos o disgustos, de si subimos o bajamos, de si vamos o venimos o, simplemente, porque sí o porque no.

El caso es encontrar un motivo para discutir y, si no tuviéramos dónde escoger, los días serían un devenir muy aburrido. Así que mejor ponerle picante a la cosa y a seguir sumando y sembrando disputas y dislates, a seguir señalando entre los buenos y los malos. Al fin y al cabo, toda historia que se precie siempre cuenta con un espantoso asesino o una malvada bruja y un radiante caballero con una hermosa princesa. O eso nos cuentan desde niños. Aunque en esta era de la inteligencia artificial, nos podemos hacer pasar casi por cualquier cosa y los límites están tan poco definidos que, en multitud de ocasiones, resulta más que complicado separar el trigo de la paja, sobre todo, si la paja es la del ojo propio, porque siempre vamos a ver mejor la viga del ajeno.

La facilidad con la que nuestro presidente etiqueta a los operarios de la fábrica del fango y exonera a los bendecidos por su gracia es inquietante. Cuando alguien se cree tan en posesión de la verdad, de la razón y de la justicia que se permite incendiar a las masas (esa supuesta mayoría social) contra las hordas enemigas propagadoras del peor de los males malignos muestra un endiosamiento peligroso para el ejercicio de responsabilidades. Nuestro presidente se juzga a sí mismo y, claro, así nunca habrá sentencia condenatoria, por muchos días que pare y reflexione, sobre todo, porque siempre habrá quien celebre su absolución, dictada por él mismo. Y, al final, como ocurre con cualquier mandamás crecido hasta la autoexaltación, todo se reduce a un conmigo o contra mí, con las consecuentes consecuencias.

Y así, en la sociedad del ‘y tú más’, de los muros levantados, de la crispación creciente y de la tendencia natural del hombre a tener que elegir, algunos de nuestros representantes se empeñan en rememorar viejas etapas negras de nuestra historia y a recuperar sus término de rojos y fachas como si de letras escarlatas grabadas a fuego en nuestras frentes se trataran, para el señalamiento de a quienes hay que erradicar, porque no son seres humanos con derecho a pensar distinto, a opinar distinto o a actuar distinto. Solo son mugre de esa fábrica del fango que hay que cerrar a toda costa con esos miserables que no merecen ser españoles de verdad dentro. ¿O acaso cree Sánchez que todos y cada uno de los ciudadanos a los que la Constitución nos reconoce los mismos derechos que a cualquier otro españolito son de su orbe puro, divino y celestial?

El juego a la división de nuestro país (y no me refiero a la territorial) que llevan años practicando nuestros políticos es más que arriesgado. Sus palabras y expresiones incitan cada vez más al odio y a la violencia, los opuestos no son rivales, sino enemigos y lo escenifican día sí, día también desde sus escaños de diputados y sus sillones en los plenos. Se faltan, se repudian, se insultan, se apuñalan verbalmente y se machacan sin piedad. Sí, señor presidente, hay que parar esto, pero quizá debería empezar por dar ejemplo, porque, a veces, el tono solemne, susurrante e hipnotizador de discursos que predican bondades es más venenosos que el más chirriante y desagradable de los gritos. Luego, se nos encienden todas las alarmas cuando esos ciudadanos a los que les mostramos las miserias políticas de cada día la toman con quienes no tienen la culpa y se lanzan a patadas y puñetazos contra nuestros doctores y enfermeros.

¡Qué viva la libertad de elección del ser humano! Y que no se nos olvide nunca que no hace tanto no la teníamos y que carecen de ella en otros lugares no tan lejanos.

Esperemos y trabajemos para que nuestros males tengan cura.

Creo que ya he comentado en alguna ocasión que cuando me convertí en madre tuve la extraña sensación de pasar a formar parte de un nutrido círculo o ‘club’ de mujeres que, sin conocerse de nada, se entienden, se respetan y se apoya por encima de las muchas diferencias que cada maternidad implica. Tanto es así, que me he sentido arropada en la vulnerabilidad de madre primeriza -cuando lo fui- por absolutas extrañas, incluso cuando el entorno más cercano parece juzgarte. Consolada por una tribu imprecisa y borrosa pero tremendamente vigorosa, celosa y apasionada que, ante determinados ataques u ofensivas, no duda en sacar los dientes. Auténtica camaradería de leonas que no he vivido en ningún otro ambiente del que haya podido formar parte.

Sin duda, la maternidad nos transforma. Nadie puede transitar algo semejante sin ganar y perder cosas en el proceso. Y creo que sólo quien lo ha experimentado puede entenderlo. Es quizás por eso que la mía (mi maternidad) es lo que más me ha acercado a mi madre en todo este tiempo.

Ser madre implica tantísimas cosas profundamente trascendentales como otras tremendamente banales que todas, de algún modo u otro, hemos vivido, disfrutado y sufrido, y ninguna de ellas es desdeñable. Tanto ha podido perturbarme o trastornarme, en un determinado momento, el miedo a que le ocurra algo al bebé como la frustración de no haber encontrado ni un solo minuto a lo largo del día para ducharme.

Sin duda, compartimos esos cambios vitales, pomposos y cargados de emociones que son incuestionables, pero me encanta identificarme también en esos pequeños gestos, comentarios y manías ‘de madre’ que ayudan a relativizar y a restar drama a ciertos instantes. Todo aquello que nos hermana y nos distingue sin tener que referir que somos madres.

Los cafés siempre fríos, los bolsos llenos de toallitas y juguetes, las visitas al baño a puerta abierta, la lista de reproducción de YouTube llena de capítulos de Bluey y Pepa Pig, los asientos traseros del coche sembrados de gusanitos... y tantas otras situaciones en las que reconocernos. En todo esto habría una norma no escrita que nos viene a representar: no me juzgues, yo también soy madre. Aunque yo iría más lejos aún, no se trataría de librarnos de juicios, sino justificarnos y hermanarnos bajo el amparo de aquello más duro y difícil que hemos vividos jamás; pero, también, seguramente lo más fascinante: la maternidad. ¡Feliz Día de la Madre a todas, camaradas!