Las fuerzas del mal

La pregunta

Ábalos debería haber dimitido ya, pero la pregunta sigue sin contestarse

José Luis Ábalos, escoltado por Koldo García, en un acto oficial en agosto de 2019.

José Luis Ábalos, escoltado por Koldo García, en un acto oficial en agosto de 2019. / MANUEL BRUQUE /efe

Enrique Olcina

Enrique Olcina

No lo sentiré demasiado si Ábalos dimite de su escaño de diputado. Debería haberlo hecho ya, si todavía cree en el proyecto que ayudó a iniciar y no quiere dar lugar a que Alfonso Guerra salga dando lecciones, aplaudido desde la portada del ABC como un ejemplo de verdadero socialismo y rectas costumbres.

Tampoco le voy a meter excesiva prisa a la dimisión porque, a pesar de la regodeante urgencia con la que la derecha clama al cielo por la indignidad de lucrarse con el dolor de los demás en pandemia, a pesar de los agarrones al imaginario collar de cinco vueltas de perlas que luce Cayetana Álvarez de Toledo en su larguísimo cuello de Marquesa de Casa Fuerte, mientras desgrana su verbo perfecto como si fuera Lady Astor en la Cámara de los Comunes, nadie de los que, antes no, pero ahora sí, se mesan los cabellos, pero poquito, y se rasgan las vestiduras, pero no demasiado, ha contestado a aquella pregunta en forma de reflexión que abrió la puerta a Feijóo para que pudiera darnos su, hasta ahora, momento más Jeanette de «yo no soy presidente porque el mundo me ha hecho así».

El enigma lo planteó Pablo Casado, su predecesor en el cargo, en una entrevista que pretendía ser una guillotina política de urgencia en la Puerta del Sol, pero acabó siendo la toma de la Bastilla en Génova, y era, les recuerdo, la siguiente: «La cuestión en si es entendible, que el 1 de abril, cuando morían en España 700 personas, se puede contratar con tu hermana y recibir 286.000 € de beneficio por vender mascarillas». El tuit sigue colgado en la cuenta del Partido Popular, lo que les honra, pero no se sabe si está colgado como aviso a incautos líderes de la derecha o una espada de Damocles para Lady Madrid.

La cuestión es que, con la tinta cargada de una investigación policial minuciosa, se nos dibuja a un Koldo García factótum del entonces ministro. Mientras se van desgranando titulares como medidos latigazos, Ábalos se pasea sin rumbo por el salón de los Pasos Perdidos, huyendo de ese eco que le pregunta por el que fue, por la confianza otorgada durante diez años, por el nombramiento en el Ministerio, como si fuera familia, como su hermano. «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» es una pregunta a la que el exministro debería responder con urgencia, con contundencia, con profusión y con su escaño.

Cuando Ábalos conteste con su cabeza, la urgencia desaparecerá por ensalmo, pero la pregunta sobre si alguien es guardián del hermano que se lucra con las comisiones de mascarillas en tiempos de pandemia cuando los ancianos se iban a morir igual seguirá sonando igual después de que Ábalos dimita. Sonará bíblica, con voz tonante, como en una película de Charlton Heston, pero será como quien oye llover en el cielo sordo al este del Edén, que viene a caer, más o menos, entre la carrera de San Jerónimo y la Puerta del Sol.

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