El prisma

La ministra resabiada

Si se decide que hay que llevar mascarilla en los centros de salud y hospitales, pues habrá que ponérsela y punto en boca. Se trata simplemente de ser civilizado, y para eso no hace falta que nos riña la ministra

La Ministra de Sanidad, Mónica García

La Ministra de Sanidad, Mónica García / Alberto Ortega / Europa Press

Pablo Molina

Pablo Molina

La flamante ministra de Sanidad demostró hace unos días el grado de sinceridad de sus advertencias sobre la necesidad de utilizar mascarillas cuando compareció ante los micrófonos de una emisora de radio, convenientemente resfriada, que es el estado natural en el que estamos la gran mayoría de los españoles desde la pasada Navidad. La ministra tosía sin parar y trataba de aliviarse la congestión aspirando ruidosamente por la nariz, todo ello en el entorno cerrado y cargado de un estudio de radio que es, por sus características, el hábitat soñado para todo tipo de gérmenes. Por supuesto, no llevaba mascarilla. ¿Con qué cara exige a las comunidades que pongan en marcha una medida genérica que ella, en su muy específico caso de estar acatarrada, se pasa por el forro de sus caprichos? Pues con la cara de una ministra comunista, porque los ultraizquierdistas siempre han tenido un cuidado exquisito a la hora de incumplir todo aquello que exigen a los demás.

El mandato de llevar mascarillas en hospitales, centros de salud y residencias de personas mayores es razonable en unos momentos en los que hay una escalada de COVID y gripe, fenómeno habitual cuando arrecian los fríos del invierno. Antes se colapsaban los pasillos de los hospitales con las camas de los griposos y bronquíticos; ahora ocurre menos, porque la gente se vacuna más y, sobre todo, porque todos tenemos más conciencia de que debemos llevar un cuidado estricto en nuestros contactos con otras personas cuando tememos estar infectados por un virus respiratorio.

Pero esa obligación de llevar mascarilla en determinados entornos no puede ser un motivo de conflicto entre las distintas administraciones. Si se ha iniciado otra guerra es porque la ministra no ha superado que Díaz Ayuso reventara a la izquierda madrileña en las pasadas elecciones, y ahora utiliza su nuevo cargo para ver si puede devolverle la afrenta. Como buena comunista, le da exactamente igual que la gente más desfavorecida, la que no puede ir a las clínicas de lujo como hacen los paladines izquierdistas, sufra las consecuencias de estas batallas políticas.

La pelea es francamente ridícula, puesto que los expertos que deciden este tipo de cosas desde un punto de vista asépticamente técnico no se habían pronunciado cuando la ministra se echó al monte, acusando a Díaz Ayuso (y al resto de presidentes autonómicos del PP) de poner en riesgo la vida de sus ciudadanos. Pero como este tipo de cosas animan las tertulias mediáticas y dan mucho juego en los editoriales de los periódicos, ahí tenemos, a toda una ministra, presidentes autonómicos y consejeros de sanidad, acusándose mutuamente de no se sabe qué cosa a cuenta de las mascarillas. Mientras tanto, las listas de espera siguen siendo vergonzosas y la atención primaria, en no pocas zonas de España, de nivel tercermundista.

De hecho, puesto que las competencias sanitarias están transferidas a las comunidades autónomas, son los consejeros los que deben decidir sobre las normas de acceso a los centros sanitarios. Es cierto que el ministerio sigue ejerciendo una facultad armonizadora y de impulso general de la política sanitaria en todo el territorio nacional, pero eso no puede ser pretexto para que la titular del departamento se erija en la mandamás en un asunto que, en realidad, tiene a otros protagonistas.

Dicho esto, si se decide que hay que llevar mascarilla en los centros de salud y hospitales, pues habrá que ponérsela y punto en boca. Más aún, deberíamos llevarla también cuando estamos resfriados y vamos a tener contacto con otras personas. Se trata simplemente de ser civilizado y para eso no hace falta que nos riña la ministra.

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