Tribuna Libre

¿Democracia plena?

La mala política está convirtiendo los espacios de encuentro y de acuerdo en campos de sal e inundando con arena los engranajes de la gobernabilidad, pero los costes serán muy elevados

El Congreso de los diputados.

El Congreso de los diputados. / EFE

Joan Romero

Una mirada a los mapas más recientes sobre calidad de la democracia en el mundo, transparencia y calidad institucional, libertades civiles, corrupción, riesgo, gasto público social o niveles de vida y de renta, demuestran tres cosas: que esos indicadores son indisociables (es decir, que democracia, Estado de Derecho, calidad institucional, renta y bienestar van unidos), que desde hace décadas la clasificación de países permanece casi estable y que las democracias maduras se encuentran en fase de retroceso.

No siempre se es plenamente consciente de lo que significa ser ciudadano europeo. Nuestro modo de vida es muy minoritario a escala global porque la mayoría de la población mundial vive en regímenes con distintos grados de autoritarismo o despotismo. En 2024, apenas una treintena de países de un total de casi 200 reunían los atributos básicos de una democracia madura. Representaba en torno a un escaso 15% del total de los 8.000 millones que ya somos. La mayor parte eran europeos. Recientemente, Sloterdijck lo ha resumido de forma expresiva: «... hasta la decadencia europea es aún lo más atractivo que hay en el mundo como forma de vida».

España forma parte de ese grupo de democracias más avanzadas del mundo. Hasta el momento sigue siendo, probablemente junto a Portugal, el mayor caso de éxito para el proyecto europeo. Pero, dicho con todo respeto, no puedo compartir la calificación de democracia plena y el lugar 24 del mundo (el último del grupo de las ‘democracias plenas’) que le atribuye a España la clasificación de The Economist en su índice de calidad democrática de 2023. No solo por los reiterados casos de corrupción política (en algunas parcelas estructural y casi sistémica), sino por los notables déficit de calidad institucional que arrastramos. Ocupamos un muy buen lugar, y ha sido un éxito colectivo de trascendencia histórica, pero desgraciadamente inferior al que se nos atribuye. La pregunta que debemos hacernos es si estamos más cerca de Polonia que de Noruega.

En el caso español las cosas no van en la buena dirección. La estrategia partidaria de enfrentamiento permanente se ha trasladado al ámbito institucional y ha acabado no solo por degradar la conversación democrática, hasta hacer imposible la existencia de espacios de confianza para alcanzar algunos acuerdos fundamentales, sino politizando distintas instituciones y poderes del Estado. También erosionando, invalidando o bloqueando el funcionamiento ordinario de mecanismos de coordinación y cooperación que son esenciales para gobernar la complejidad, para ocuparse de las grandes prioridades que tenemos como país, para anticiparnos a las posibles consecuencias de desafíos existenciales (como el cambio climático y la inteligencia artificial generativa, cuyos efectos aún desconocemos) y para dar coherencia a muchas políticas públicas que, de hecho, no son competencia exclusiva de ninguna de las administraciones en un Estado compuesto cuyas bases se fundamentan en la negociación y el pacto permanentes.

De forma reiterada, la ciudadanía envía tres señales inequívocas: expresa desconfianza y percibe la política y los partidos políticos como un problema, defiende la democracia como el mejor sistema político y muestra preferencia por la moderación y los acuerdos. Diferentes estudios de opinión así lo ratifican. El último es el de ‘Hábitos democráticos’, elaborado por el CIS en diciembre pasado. Esta brecha entre la crispación permanente y la necesidad de acuerdos, de mesura y equilibrio, de madurez política, debería suturarse con urgencia. En democracia, la política y los partidos políticos no pueden ser el problema, sino que son parte esencial de la solución. No hay democracia posible sin partidos políticos. Pero la democracia plena es mucho más que la celebración periódica de elecciones. El profesor Michael Ignatieff lo resumía recientemente: «pensamos que son elecciones y gobierno de la mayoría, pero democracia es control del poder, mantener a la gente libre, la democracia es la prensa, las universidades, las cortes supremas, poder para la gente en las calles. El gobierno de la mayoría equilibrado por poder contramayoritario». En nuestro caso, también es acuerdo y pacto.

Tampoco hay posibilidad de gobernar la complejidad en un Estado compuesto, grande y muy descentralizado, sin lealtad institucional entre aquellas partes que son Estado. Porque la buena gobernanza es mucho más que ausencia de escándalos. No se puede gobernar en este tiempo nuevo desde posiciones políticas simples y polarizadas. Nuestro modelo territorial y nuestra realidad institucional requiere de elevadas dosis de sofisticación democrática. Sin embargo, la falta de voluntad política nos mantiene estancados en un modelo incompleto y disfuncional. Cuando en un país lo que debiera ser la normalidad, esto es, la coordinación y cooperación entre gobiernos, es la excepción, y la desconfianza institucional y el desencuentro son la norma, es que algo va muy mal. Competir por separado, judicializar iniciativas, incentivar la crispación, infantilizar los debates, utilizar la capacidad de veto o bloqueo, desactivar de hecho espacios esenciales para la gobernabilidad, como la Conferencia de Presidentes o las conferencias sectoriales, no solo no conduce a ningún sitio, sino que impide la consecución de acuerdos estratégicos y la formulación de políticas públicas que ofrezcan seguridades a decenas de millones de españoles en aquellos ámbitos que son fundamentales para la vida cotidiana: financiación, adaptación y anticipación a los efectos del cambio climático, gestión del agua como recurso y como riesgo, fracaso escolar, sanidad, vivienda asequible, movilidad sostenible, agenda metropolitana, gestión del litoral… Y tantas otras en las que la colaboración entre los tres niveles que son Estado (Gobierno central, Comunidades Autónomas y Gobiernos locales) han de cooperar porque, reitero, no hay competencias exclusivas. La política es contingente, pero las políticas de Estado deben ser estructurales y pensando en el medio plazo. Y ello solo es posible mediante acuerdos entre partidos y luego trasladados a Gobiernos que, no se olvide, en algunos lugares son Gobierno y en otras escalas o territorios son oposición.

Podemos seguir como hasta ahora. La mala política está convirtiendo los espacios de encuentro y de acuerdo en campos de sal e inundando con arena los engranajes de la gobernabilidad, pero los costes serán muy elevados. Como han explicado Levitsky y Ziblatt, así mueren las democracias. Ahora erosionadas desde dentro.

Tal vez esta forma de pensar sea calificada de utópica. Pero parafraseando al maestro Luigi Ferrajoli: ¿no creen que lo verdaderamente utópico es seguir instalados en la mala política? Mi hipótesis es que, cuando se compruebe que la polarización extrema, los falsos profetas, los populismos vacíos y el retorno de ideas pre-ilustradas no aportan ni solucionan nada, tal vez los ciudadanos miren hacia partidos y gobiernos que demuestran que se ocupan de sus problemas concretos. Y entonces se comprobará que los consejos de verdaderos referentes como Max Weber, reclamando mesura, John Rawls, proponiendo consensos superpuestos o Albert Hirschman, sugiriendo la necesidad de posiciones maduras, recobrarán pleno significado.

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