A vuelopluma

Todo es silencio tras las llamas

No hay mundo sin negro. No hay vida sin muerte. No hay mundo sin una versión feroz. Todo es tan divino y tan humano

Dos de los vecinos atrapados en el incendio que fueron rescatados por los bomberos

Dos de los vecinos atrapados en el incendio que fueron rescatados por los bomberos / Manuel Bruque / EFE

Alfons Garcia

Vuelvo a casa. La avenida está cortada, llena de coches con luces de colores. Nadie protesta. Todo es silencio. Las calles de siempre están turbias. Huele raro. ¿Cómo huele un incendio? Algo ácido y pesado. Los ojos sueltan chispas. Entro en casa. Más silencio. El día ha sido interminable. No tengo neuronas ni para decidir qué hacer. Suena un mensaje. «Llámame. Va a haber drama. Preparaos». Empiezan los muertos. Cuatro seguros, detectados por el dron de los bomberos. «¿Hay desaparecidos?» «Sí. Algunos». Todo es silencio. El vacío pesa. Lloro. Solo. En estos momentos dudo de poder y querer ser periodista.

Vuelvo a la calle. Camino hasta que las cintas blancas y rojas lo permiten. A más de cien metros de la mole el suelo es un amasijo de metales, cristales, ceniza y una masa viscosa de un material blando de relleno. Alguna gente mira a distancia en la noche. Un joven tiene una cámara fija con trípode grabando la tragedia. No sé cuánto tiempo lleva. No sé qué pretende. En el cielo oscuro destaca el dron con sus luces verdes y rojas. Se acerca y se aleja de los agujeros negros. Parece una abeja en un panal. Encuentro a un compañero fotógrafo. No hay sonrisas. Casi ni gestos. Solo miramos a un mismo punto. «Los perros y gatos que deben de haber quedado dentro». No puedo pensar. No quiero.

Comparece un técnico con cara de malas noticias. Las da. Escueto, temeroso de no decir más de la cuenta. Cuatro muertos. Es la única voz que explica esta noche. Detrás, un fondo con rostros de todas las autoridades, de distintos partidos e instituciones. Hoy son solo compañía. De esto se hablará. Hoy no es el día. Todo es silencio.

Vuelvo a casa. Cruje basura negra bajo los pies. En la plaza unos jóvenes siguen con su vida: practican pilota valenciana sobre una pared, ríen, se disculpan cuando paso. Los titulares dan a esta hora la cifra de 19 desaparecidos. Las noticias se apagan en teles y radios, dejan paso a la ficción y los programas de siempre. La vida vuelve a rodar.

La mañana llega. Regreso a la calle. Persiste el olor. El sol intenta abrirse un hueco. Todo parece más silencioso. Se han ido las ganas de hablar. Nadie mira a los ojos. Una madre deja al niño en la guardería más cercana. No quiere entrar. No mueve un músculo. Ella le habla con lengua de signos. Sale la profesora. Se arrodilla. Le habla con las manos y la boca. El niño sonríe y entra, solo, con su chándal y su mochila diminuta, y un mundo por construir. Da dos pasos dentro y sale para abrazar a la madre. Ahí está todo.

El sol va ganando. Una pequeña lavandera blanca vuela y juguetea en un banco cercano. Maravillan sus colores. Puros. En ellos está todo. Negro, gris y un blanco perfecto. No hay mundo posible sin bondad e inocencia, sin abrazos de consuelo y gratitud. No hay mundo sin grises, sin matices que expliquen, profundicen y hagan dudar. El gris es el color más humano, el espacio entre el dolor y la gloria. No hay mundo sin negro. No hay vida sin muerte. Sin tragedia. No hay mundo sin una versión feroz de nosotros mismos. Todo es tan divino y tan humano.

Vuelvo a la mole. Algunos compañeros han pasado la noche allí. Vuelven los gobernantes. Es el tiempo de las explicaciones y las historias. Una familia muerta en el baño: padre, madre y dos bebés, uno de semanas

La imaginación vuela sola. Esos últimos minutos. La impotencia. ¿Por qué estar allí esa tarde de jueves, que iba a ser como otra cualquiera? ¿Por qué no salieron? Un pequeño cambio de planes y hubieran sido otra de las familias que miraban el desastre desde la otra acera. El azar.

Al fondo de la mole se ve una línea de huerta. Todo este barrio de edificios modernos, bien equipados, con columpios, piscina y pistas de deporte, es el último bocado de la ciudad al campo. Expansión urbana. El espacio sobre el que se erigía la falla que costaba casi un millón de euros. Todo estaba ahí. Un símbolo de poder. De un tiempo de pelotazos, riqueza rápida y ostentación.

La mole contiene también la historia del estallido de la burbuja. Pisos caros, de lujo, que quedaron a medio hacer porque estalló la crisis y todo se vino abajo. Se paró la obra, intervino el ‘banco malo’ y solo años después la mole cobró vida. Poco a poco. Ganando al infortunio, que acabó regresando.

Todo es silencio y algunas lágrimas esta mañana ante un esqueleto negro humeante. Hay más curiosos ahora que el día despunta, solo se oye algún ladrido y el estruendo de las motos.

Vuelvo al trabajo. Suenan antes estas campanas de pueblo viejo. Indican que no hay fin. Una hora más. El tiempo sigue. Sin tregua. Sin compasión. Tengo que escribir. No sé qué. Todo es tan divino y tan humano.

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