La mirada del lúculo

Todo normal, Marcello

A Mastroianni, un italiano medio, según él mismo decía, el hambre le condujo a una relación particular e intensa con la comida

Ilustración de Pablo García

Ilustración de Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Uno de los actores italianos más admirados de la historia, Marcello Mastroianni, tuvo una infancia pobre y difícil. Como él mismo contó, una vida muy dura, al borde del hambre. Se dice que fue la gazuza, precisamente, la que le llevó a mantener después una relación particular, muy intensa, casi igual que con las mujeres, con la comida. En vísperas del rodaje de Los girasoles, Vittorio de Sica le escribió a su hija Emi: «Ha llegado Mastroianni, más gordo que de costumbre, no deja de comer. Me prometió que en estos dos días que le separan de la primera vuelta de manivela perderá dos kilos de peso». A Federico Fellini, que en más de una ocasión le había obligado a adelgazar, le preguntaba como si nada: «¿Tienes el coche? Vamos a Ostia a comer risotto alla pescatora». El risotto alla pescatora, como ya su nombre indica, es un plato marinero elaborado con crustáceos y moluscos típico de la cocina italiana, que se suele cocinar los días festivos; especialmente en Navidad. En el litoral romano habitualmente lo ofrecen todos los restaurantes.

También tiene su arroz pescador el Mastino, de Fregene, quizás el único que sobrevivió a la época dorada de los años sesenta y setenta, en la que la pequeña localidad a media hora de Roma era considerada ‘la perla del mar Tirreno’. Abierto desde 1961 en una playa de moda, hasta no hace mucho al menos gestionado todavía por la misma familia, ya en su tercera generación, fue fruto de una intuición de Federico Fellini. Cuando, en 1952, el gran maestro de Rimini rodaba allí El jeque blanco, el equipo se detenía muy a menudo para comer en casa de Ignazio Mastino y su mujer Filomena, cautivado por su cocina marinera. Ignazio no tardó en ver el negocio y, nueve años después, el nuevo restaurante abría oficialmente sus puertas. Gracias a su posición estratégica rápidamente se convirtió en el refugio del mundo del cine y de la cultura. A lo largo de su playa, en las villas escondidas entre el pinar, en Fregene se podía encontrar a los escritores Alberto Moravia y Dacia Maraini, que tenían una casa al final del pueblo; también a Walter Chiari, Mina, Pasolini, Anthony Quinn, Orson Welles, Dino Risi, Mario Monicelli, Raf Vallone, Frank Sinatra, Alain Delon, Renato Salvatori, Marisa Allasio, Vittorio Gassmann, Gian Maria Volontè, Steno, Virna Lisi y, por supuesto, al citado Fellini con Giulietta Masina, que rodaron en Fregene, además de El jeque blanco, algunas escenas de La Dolce Vita y la mayor parte de Giulietta de los espíritus. La villa donde vivían era visitada por Ennio Flajano, Alberto Sordi, Sandra Milo y el propio Marcello Mastroianni. El pinar donde rodó la famosa escena del swing en El jeque blanco lleva el nombre de Federico Fellini.

Todo aquello forma parte de una historia que el viento borró: tras la muerte de Masina, la villa se vendió y, en 2006, fue demolida para dar paso a edificios adosados de dudoso gusto. En la década de los noventa, Fregene pasó a ser la sombra de sí misma, y los personajes del entretenimiento y la cultura fueron reemplazados por campesinos enriquecidos e inmigrantes que trabajaban en Roma, pero encontraban en la localidad balnearia alquileres más bajos de precio. Los que visitaban Mastino aún podían sentir un pequeño soplo del aire diluido de la atmósfera de la dolce vita, la certeza de comer bien y gastar lo justo. Woody Allen frecuentó el restaurante durante dos semanas durante el rodaje de A Roma con amor. Allí, tras un almuerzo era agradable disfrutar del sol, incluso en octubre, en las tumbonas del pequeño establecimiento balneario de al lado. Y dejarse arrullar por el sonido de las olas.

Tanto para Mastroianni como para Fellini existía un vínculo indisoluble, casi una superposición, entre comida, arte y vida. Marcello, el latín lover más normal de la historia del cine, confesó que al final de su vida los mayores recuerdos le venían de la comida de la abuela que había conocido a Greta Garbo. «Soy un italiano medio y me gusta la normalidad». La vez que el New York Times le dedicó aquel glorioso reportaje como el héroe entre dos mundos cinematográficos, el americano y el europeo, los michelines que el actor exhibía con despreocupación no escaparon a la mayoría de las críticas. «Olvidé meterlos», se limitó a comentar con cierta indiferencia hacia su físico. La normalidad, la falta de presunción, era un peso que se quitaba con mayor facilidad que el de la comida. En la actual sociedad narcisista que adora el cuerpo y envilece la mente, Mastroianni, que se moría por un risotto alla pescatora, sería un bicho raro. Protagonizó 160 películas, algunas de ellas obras maestras, en los papeles más dispares: amante, sacerdote, marido infiel, homosexual, fotógrafo, periodista, taxista… Figura entre las estrellas más queridas del cine italiano, como una reencarnación de Rodolfo Valentino. De naturaleza flexible, se introducía como nadie en sus personajes, jugando con la introspección y logrando emocionar al espectador con gestos mínimos y matices imperceptibles. Todo lo contrario, por ejemplo, que Joaquin Phoenix. Para Mastroianni, el trabajo del actor era un juego agradable, complicado, maravilloso, una confusión continua con los personajes que interpretaba, excluyendo todas las máscaras. Supo mantener una especie de enamoramiento momentáneo entre el actor y su papel, y así logró liberarse, ser él mismo y expresar también sus límites. Dentro de él estaban todos los tipos que había encarnado, la ironía, la seriedad y la capacidad de asumir diferentes personalidades. ¿Y quién no recuerda a la desinhibida Anita Ekberg bañándose en la Fontana de Trevi mientras exclamaba: «Marcello, ven aquí»?

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