Los dioses deben de estar locos

Las esperanzas de Teresa

Teresa siempre ha deseado la igualdad, pero un tipo de igualdad perfecta entre quienes, de partida, ya eran iguales entre sí; no una igualdad intrusiva, la que se conquistaría irrumpiendo en un mundo al que no se pertenece

'Teresa Panza recibe noticias de Sancho', Londres, 1819 / W. Stockdale

'Teresa Panza recibe noticias de Sancho', Londres, 1819 / W. Stockdale

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Teresa Panza empezó siendo una difusa sombra en las aventuras de don Quijote. Al principio sólo conocíamos retazos de una persona apegada a la tierra, fuertemente pragmática, que miraba con ojos desconfiados las extrañas aventuras que iba a correr su marido en compañía de un orate. La subsistencia, poner un plato sobre la mesa y garantizar el futuro de su prole, eran, a la vez, la gran preocupación que la doblegaba y la única motivación que la sostenía. Por misteriosos designios cervantinos, no estamos seguros ni de su nombre hasta que la vemos aparecer en toda su humana condición, pendiente de las tareas del campo y de la casa, con su hija Sanchica. Es el instante en que recibe a un mensajero que lee (pues ella era incapaz de hacerlo) unas líneas portadoras de extrañas nuevas.

Verdad era, al parecer, aquello que antes había creído disparatado. Sancho es gobernador de una ínsula terrestre, ha sido elevado a la misma dignidad de los poderosos. Teresa Panza está admirada: pues quizá, después de todo, su hija pueda ser condesa, ir en litera o carruaje y hacer una hermosa boda. Ve posible la ruptura de los diques de contención que separaban los grupos sociales de su tiempo. Teresa siempre ha deseado la igualdad, pero un tipo de igualdad perfecta entre quienes, de partida, ya eran iguales entre sí; no una igualdad intrusiva, la que se conquistaría irrumpiendo en un mundo al que no se pertenece. Ahora, el botarate de su marido, aquel a quien ama un poco menos que al asno familiar, podría darle la oportunidad de llevar otro género de vida. Además de la carta dictada por su marido hay otra de su ilustre benefactora, la Duquesa. Esta, que desde el principio ha urdido la trama para que don Quijote y Sancho vivan una feliz aventura llena de luchas contra gigantes, damas encantadas, agradables coloquios, regiones que gobernar e ínsulas que regir, ha logrado, con esa misiva, salir de sus márgenes naturales y embaucar a la astuta Teresa. La Duquesa es inteligente, alaba al gobernador de Barataria con tanta convicción que, aparentemente, ella también forma parte ya del engaño que invadía a todo aquel que se acercaba a don Quijote. 

Las habladurías, a buen seguro, nacerán cuando Teresa Panza cambie de estado a la vista de todos. Lenguas maledicentes harán de las suyas, y quizá por ello la Duquesa haya tenido la delicadeza de enviar, junto con la carta, un presente exquisito a quien es todavía una humilde campesina, alzada pronto a la condición de gobernadora consorte. El regalo es un collar de corales. La Duquesa afirma que hubiera deseado mandar perlas, la joya barroca por definición, nacida de los misterios del mar, perfeccionada por la mano del hombre, y que constituye el perfecto símbolo del dominio; las perlas son propias de reyes. Pero en su lugar manda esos corales, añadiendo a ellos sus buenas intenciones. Los corales, también nacidos en las profundidades oceánicas, son eficaces ayudas contra el mal de ojo; engastados en oro, han de conferir a la buena esposa del gobernador la protección necesaria para ser recibida en Barataria, sin rencores ni envidas, entre vítores. Así se abre la puerta a la amistad entre las dos casas, la de los Panza y la de los Duques. Si se escucha con atención, quizá puedan apreciarse las carcajadas de la Duquesa, en su estancia, planeando burlas aún mejores con su fiel harpía, la bella Altisidora. 

Al final de las aventuras caballerescas Sancho Panza vuelve a casa, va tirando de un loco, envejecido, a punto de expirar y que antes fue don Quijote. No trae honores, ni cargos para nadie, sólo derrotas. Tiene el consuelo de haber conseguido algunas monedas, junto con la inminente esperanza de una retribución salida del testamento de Alonso Quijano, el Bueno. El sueño de Barataria se ha desvanecido. Teresa Panza ha sido la última en dejar de creer en él. Para ella es como si nunca hubiera existido, pues rápidamente la pobreza se despide de las esperanzas, acostumbrada a no soñar, a penar, a trabajar sin descanso, a sufrir. Al menos, sí, hay algo de dinero; conseguido no importa cómo, que para los pobres de este mundo no hay remilgos, ni honores.

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