El prisma

¿Quién o quiénes retrasan la ley de amnistía? / Lo que mande puchimón

¿De quién es la culpa de que no se apruebe ese engendro legal? La pregunta más bien debería ser: ¿que importa de quién sea la culpa? Lo importante es que no se ha sustanciado aún y, lo que es mejor, no hay visos de que vaya a adquirir carta de naturaleza a corto plazo

Carles Puigdemont

Carles Puigdemont / EFE

Pablo Molina

Pablo Molina

Pocos espectáculos de pura vergüenza política tan crueles como la sesión del pasado martes en el Congreso de los Diputados, cuando el grupo socialista y sus aliados se rindieron en pleno a un fugado de la Justicia que ni siquiera así aceptó su humillación. 

Enhorabuena y un fuerte abrazo a los diputados socialistas de Murcia por esa jornada gloriosa de su desempeño parlamentario de la que, sin duda, podrán hablar a sus futuros nietos con legítimo orgullo.

La ley de amnistía jamás debió elaborarse si España contara con un Gobierno consciente de sus responsabilidades. Desde el principio, el engendro legal fue un enjuague improvisado para comprar los votos de una minoría casposa, racista y totalitaria que, según la izquierda, ahora forma parte nuclear del bloque progresista del Estado (no escribamos España para no ofender a esta tropa).

El principio fundamental que legitima la existencia de las leyes es que estas no pueden estar elaboradas para beneficiar a una persona o grupo de personas, sino que han de nacer con vocación de universalidad. La ley de amnistía hace saltar por los aires ese elemento fundamental de la función legislativa, manchándola con un vicio de origen que será imposible de borrar. A partir de ahí, su desarrollo jurídico es una carrera contrarreloj del Gobierno atendiendo las exigencias disparatadas de una manga de delincuentes corruptos, que suben la apuesta a cada momento convirtiendo la aprobación de la ley en un remedo cutre del mito de Prometeo, condenado para siempre a que un águila le comiera el hígado cada mañana para castigar su rebelión contra los dioses.

Sánchez ha pasado de prometer que pondría a Puigdemont ante la Justicia española a vendernos una amnistía explicando que lo que se cometió con el expresidente de la comunidad autónoma catalana y sus colegas golpistas fue una injusticia. Los socialistas aplaudían al Sánchez justiciero y más aún al Sánchez que corretea por el hemiciclo con los pantalones por los tobillos pidiendo el voto a la portavoz separatista de boquita de piñón.

¿De quién es la culpa de que no se apruebe ese engendro legal? La pregunta más bien debería ser: ¿qué importa de quién sea la culpa? Lo importante es que no se ha sustanciado aún y, lo que es mejor, no hay visos de que vaya a adquirir carta de naturaleza a corto plazo.

Desde luego, es una tragedia que tengamos que estar sujetos al albur de las negociaciones del Gobierno con un prófugo de la Justicia para la aprobación de una ley que, de hecho, subvierte el orden constitucional. La presión de los separatistas y la falta de escrúpulos de Sánchez están a tal nivel que asistimos al espectáculo, inédito en otras democracias, de que el presidente del Gobierno sea el que califica de terrorismo o no determinados actos de violencia, en lugar de que esa circunstancia sea determinada por los jueces y tribunales, como ocurre en cualquier Estado de Derecho.

De momento, el hostión parlamentario del pasado martes ha rebajado las expectativas de unos y otros, lo que aboca al proceso negociador de Sánchez y Puigdemont a una recta final en la que el fugado tratará de arrancar su proyecto de máximos: votos a cambio de amnistía y referéndum de autodeterminación. Si Sánchez no transige, el sanchismo se irá al basurero de la historia y, si lo hace, Cataluña será independiente. 

En ambos casos, salimos ganando el resto de los españoles, que estamos hartos del chantaje permanente de una banda de payasos corruptos, que han hecho del racismo y la xenofobia su única seña de identidad.

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