Retrovisor

De caballito y tambor

La realidad pone fin a los días mágicos de la eterna navidad y llega con toda su crudeza, con los anuncios de rebajas, de porcentajes de descuento, de colas en los grandes almacenes

Aula de la Sucursal de los HH Maristas. 1958

Aula de la Sucursal de los HH Maristas. 1958

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

Solían decir que venían por el camino de Alcantarilla y se marchaban por el que lleva a Alicante.

El día de Reyes siempre fue madrugador, de un despertar cargado de nervios y algún que otro gusanillo de temor al carbón por aquella trastada de la que nadie se acuerda. El alborozo ante el juguete no esperado, ni escrito en carta alguna, nos hizo abrir la boca por la sorpresa. Orgullo de pasear en domingo con ropa de estreno y de lucir por la calle el brillante niquelado de la bicicleta nueva, el caballito de cartón o el impecable balón de reglamento, contraste con el sosiego de la tarde en el salón, tumbado en el suelo, viendo venir y silbar, una y otra vez, a la vacilante máquina del tren eléctrico, la velocidad de los bólidos del Scalextric en su ir y venir y el desconsuelo de unas vacaciones que terminaban. 

El soldadito del tambor daría un triste redoble al volver a su caja y la muñeca Pepona, o quizás la Mariquita Pérez, aguardarían pacientes en la silla del dormitorio los mimos y paseos de pasillo de la niña que jugaba a ser madre.

Desde el pupitre colegial, mirábamos con melancolía la nueva cartera. La imaginación volaba a jugar, haciendo sonar la trompeta, el xilófono, la batalla imaginada en el fuerte del Far West o ideando una prodigiosa fórmula química que apuntaba el juego de Cheminova, frutos de una noche de Reyes. Reyes de Oriente que partieron una vez más, dejándonos huérfanos de su fantasía.

Los buenos sueños suelen ser breves y el mejor juguete, como en el amor, es aquel que nunca se consigue. La realidad pone fin a los días mágicos de la eterna navidad y llega con toda su crudeza, con los anuncios de rebajas, de porcentajes de descuento, de colas en los grandes almacenes por conseguir la ganga en un jersey, el abriguito o las deportivas que precisa el chiquillo. Los pajes se fueron con sus sombreros de plumas por el horizonte de los sueños, sujetando con dulzura la brida de los recuerdos.

Y todavía hoy, en el otoño de la vida, al abrir un viejo cajón, nos encontramos con aquel cochecito Minicar, con un soldadito de goma que nos aviva la memoria y nos lleva a sentir la congoja de un día lejano de Reyes que se fue, y el retorno a la rutina, con sus aromas de lapiceros, flamante plumier y gomas de borrar en bulliciosas aulas de cristales empañados.

Vivimos un nuevo enero, un enero de modos viejos, el que hace tiritar y deja caer nieves por otras tierras, creando la más dulce intimidad en los hogares, mientras en los campos, la tierra se remueve profundamente, esperando las ansiadas lluvias que harán brotar en abril las flores de otra primavera renovada. 

Rescoldos de fiestas entrañables, que arrugan el corazón ante el inevitable paso de los días, en la empinada cuesta que enero supone y la visión del grueso mazo de las páginas del calendario, todavía repleto y con todo por llegar.

Las tortas de Pascua se vuelven duras, absorbiendo el café con leche con avidez y la plumilla entumecida se resiste a cumplir su cometido; la mente viaja a Babia con la mirada en las nubes del techo, ignorando unos bolsillos maltrechos por tanto marisco y por tanto cordial, cuando aún resuena el nostálgico eco de un infantil redoble de tambor de hojalata, el que nos da la orden marcial de marchar siempre hacia delante sin mirar atrás.

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