Caleidoscopio

El último domingo del verano

Julio Llamazares

Julio Llamazares

El último domingo del verano ya no es el último domingo de agosto, cuando la mayoría de las personas acaban sus vacaciones, ni tampoco el último domingo de la estación, que coincide en torno al 21 de setiembre, cuando el verano deja paso a la melancolía del otoño, sino el último en el que el calor nos acompaña, que cada vez se retrasa más, digan lo que digan los negacionistas del cambio climático. Como los de la pandemia, seguirán rebatiéndolo por más que los datos les contradigan, lo que no significa que tengan razón.

El último domingo de este verano me sorprendió viajando por la Bretaña francesa, una tierra que a estas alturas de octubre ya estaría tomada normalmente por las nieblas y con sus frondosos bosques mudando las hojas, pues las temperaturas ya habrían descendido lo suficiente como para que el otoño estuviese en su plenitud. 

Sin llegar a lo de España, donde el calor veraniego se ha mantenido hasta hoy mismo haciendo que los frutales hayan vuelto a florecer en muchos sitios (yo lo he visto en las montañas de León, a 1.000 metros de altitud, el día en el que se estrenaba octubre) u obligando a cerrar los colegios de Canarias ante los golpes de calor sufridos por varios alumnos, en la Bretaña francesa sus habitantes asistían asombrados a un fenómeno climatológico desconocido por nuevo para todos ellos. Les sorprendía que a mediados de octubre el cielo resplandeciera como en el mes de julio y mucho más que los termómetros permanecieran por encima de los 25 grados durante el día, sin bajar por debajo de los 10 por las noches, cuando allí ya suele hacer frío por esta época. Pero lo que nadie en la Bretaña recordaba era que, a causa de esas inhabituales temperaturas, sus playas estén llenas nuevamente en este tiempo, incluso más que en el mes de agosto, pues, al estar ya todos los franceses en el país, dado que la temporada turística se terminó, su afluencia es mucho más numerosa. 

El último domingo de este verano, que todas las previsiones meteorológicas indican fue el anterior (aunque el que se aproxima aún no será otoñal, en España al menos), las playas de Bretaña parecían la Costa del Sol o Mallorca, sin un solo metro cuadrado libre en el que extender la toalla y con kilómetros de coches atascados camino de alguna cala por descubrir o aparcados en largas filas al borde de las carreteras. Ni que decir tiene que los tranquilos pueblos de pescadores en los que los franceses toman ostras y mejillones mirando al Atlántico eran ahora lo más parecido a los chiringuitos mediterráneos y ello un domingo de octubre, el segundo ya, cuando lo normal es que la costa bretona esté batida en este tiempo por el viento y por la lluvia y sus playas semivacías y melancólicas. 

De regreso a Rennes, Soizic, mi anfitriona y guía en esa excursión, se hacía cruces de ver la autopista llena de coches en caravana como en París, una estampa que para ella era insólita, tan insólita como la de las playas llenas de gente bañándose y tomando el sol o la de la verde campiña bretona, tan ordenadamente cultivada, resplandeciendo como en el mes de julio, cuando a esas alturas lo normal es que ya estuviese otoñal. El último domingo del verano, mientras en Israel la barbarie volvía a brotar, en la Bretaña francesa y en toda Europa la gente disfrutábamos de un clima que debería hacernos pensar a todos en las palabras que António Guterres, el presidente de las Naciones Unidas, pronunció hace poco: «La humanidad ha abierto las puertas del infierno».

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