El castillete

Una, grande y libre

En la primera década del siglo XXI, la derecha encontró en el anticatalanismo, y en la idea de la España eterna y jacobina, un filón electoral de cara a neutralizar un declive en las urnas y la disminución sustancial de los apoyos sociales al Partido Popular

Feijóo en la manifestación contra las negociaciones sobre la amnistía en Madrid el 24 de septiembre.

Feijóo en la manifestación contra las negociaciones sobre la amnistía en Madrid el 24 de septiembre. / Susana Vera / REUTERS

José Haro Hernández

José Haro Hernández

«Aspiro a que España sea una, grande y libre». Esto es lo que soltó, ante la alcachofa de una periodista de televisión, una de las personas que el pasado 24 de septiembre salió a la calle en Madrid, convocadas por el PP, para protestar, preventivamente, por la amnistía que gobierno e independentistas, presuntamente, ya habrían pactado. Estas palabras, que conforman el título de este artículo, constituyen la clave de bóveda del conflicto en su dimensión territorial (la otra es la social), que fractura este país en dos bandos aparentemente irreconciliables.

Encauzado al inicio de la Transición el conflicto vasco, a través del concierto económico entre Euskadi y el Estado, que confería a aquella nacionalidad una suerte de estatus foral (’mini-estado’ lo denominaron algunos), con Cataluña las cosas se torcieron cuando en 2005 salió un Estatut del Parlament que fue posteriormente refrendado por las Cortes Generales y por el pueblo catalán mediante referéndum. El PP lo tumbó, vía Tribunal Constitucional, 4 años después. No era un texto muy distinto del que ya regía en otras comunidades autónomas, como la Comunidad Valenciana o Andalucía, pero la derecha española, en la primera década del siglo XXI, encontró en el anticatalanismo, así como en la idea de la España eterna y jacobina, lo que entendía como un filón electoral de cara a neutralizar un declive en las urnas ocasionado por la sucesión de una serie de acontecimientos (guerra de Irak, atentado del 11M, escándalos de corrupción, …) que habían minado sustancialmente los apoyos sociales al Partido Popular. Ello después de que en los 90, Aznar, para conseguir su investidura, cediera la enseñanza y la policía a CiU mientras se deleitaba hablando catalán en la intimidad.

Y de aquellos polvos vienen estos lodos, que alcanzaron su mayor volumen hace 6 años, el 1 de octubre de 2017, cuando el soberanismo catalán convocó un referéndum unilateral y proclamó una República independiente de muy efímera vida: 8 segundos. La respuesta de las derechas políticas, judiciales y mediáticas, también del PSOE, fue la contundencia penal y la intervención del Tribunal Supremo que, a instancias de la ultraderecha, juzgó a los encausados del procés como si de golpistas militares se tratara. Y en esas estamos: con las secuelas de todos estos acontecimientos y con el conflicto histórico entre Cataluña y el Estado enquistado, si bien desinflamado por mor de las actuaciones, sobre todo en materia de indultos, que desarrolló el gobierno de Sánchez en la legislatura anterior.

En este contexto, la acentuación de la política de bloques, con una derecha encadenada a la ultraderecha y propugnando exclusivamente la vía penal para dirimir cualquier controversia territorial, incluso con Vox pidiendo el fin de las autonomías, empuja al bloque progresista, que necesita a los independentistas catalanes para reeditar el Gobierno de coalición, a zanjar la vía judicial y situar el asunto única y exclusivamente en el ámbito de la política, de donde nunca debió salir. Superar el espacio de los tribunales pasa, indefectiblemente, por amnistiar las conductas del 1 de octubre. Y a partir de aquí, se forma el lío. Las derechas se rasgan las vestiduras, hablan de traición (una vez más) y llaman a la rebelión contra una decisión que no solo no está tomada todavía, sino que resulta una incógnita en cuanto a la forma jurídica en la que se podría plasmar, que al parecer no entraría en colisión con la Carta Magna.

En todo caso, se abre un intenso debate social y político. El bloque reaccionario (en el que se incluye la desatada baronía del PSOE) asegura que se van a perdonar unos comportamientos profundamente delictivos, lo que supone vulnerar el principio de igualdad de toda la ciudadanía ante la ley y, por ende, quebrantar la idea misma de democracia. El PSOE se limita a hablar de la necesidad de ‘desjudicializar’ el conflicto catalán sin abordar el sentido último de la aplicación de la amnistía: «bajo un Estado democrático son amnistiables todos aquellos actos ilegales que no hayan conllevado violaciones de los derechos humanos y crímenes contra la humanidad y la medida de gracia contribuya al restablecimiento de la convivencia». Por otra parte, el 1 de octubre se conculcó la ley, pero no se perpetró rebelión alguna. Tampoco sedición (según los tribunales europeos), pues no hubo violencia (sentencia del Supremo) y la independencia de unos segundos no fue un ataque a las estructuras del Estado y su sustitución por instituciones ilegítimas, sino, sencillamente, una gilipollez. La pregunta es quién en su sano juicio considera que una directora de colegio, que abrió su centro el 1 de octubre de 2017 para colocar unas urnas donde la gente pudiera votar, haya perpetrado un acto equiparable a quien se levanta en armas, o tumultuariamente empleando la violencia, para quebrantar por la fuerza el orden constitucional. La respuesta: quienes en lo más profundo de su ideología desprecian el autogobierno de las nacionalidades y regiones que consagra la Constitución. Y que, por ello, se niegan a debatir sobre la apelación que Feijóo hizo, quizá en un brevísimo momento de lucidez en el que se liberó de las servidumbres que lo vinculan a Abascal y a Ayuso, a «buscar un encaje del problema territorial de Cataluña». Porque eso es, en última instancia, lo que está pendiente de resolver en esta nación de naciones: cómo articulamos las relaciones entre las llamadas comunidades históricas y las demás. Aún más: cómo construimos un Estado que no puede ser sino federal o confederal. Y es que, tal y como están las cosas (con un modelo autonómico en crisis y desequilibrado), la disyuntiva se sitúa entre evolucionar en esa dirección o volver a la España una, grande y libre. O sea, a lo que había antes de la democracia. Que es lo que pedían los manifestantes ‘populares’ de septiembre.

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