Zihuatanejo

España, ¿Estado fallido?

En un país serio que no fuera un estado fallido, esto tendría fácil solución. Un acuerdo de estado entre los dos grandes partidos

Miguel de Capel

Miguel de Capel

Fueron Gerald Herman y Steven Ratner los primeros investigadores en utilizar el término ‘Estado fallido’, en concreto lo hicieron en su articulo 'Saving Failed States' publicado en la revista 'Foreign Policy', en 1992. Y se referían a entidades donde el Gobierno ha colapsado, o que ha fracasado en el cumplimento de sus funciones, lo cual les imposibilita poder actuar con independencia.

Últimamente me he preguntado en más de una ocasión si España empezaba a parecerse a un estado fallido. Mis dudas vienen basadas en una serie de anomalías, que cualquier observador imparcial puede detectar en el devenir de nuestro país, a saber:

Pongamos como ejemplo la justicia. Uno de los tres pilares fundamentales de cualquier estado de derecho. En España la justicia dista mucho de ser independiente. No en vano son los partidos políticos quienes nombran a los magistrados de los órganos judiciales más importantes. De tal suerte que en nuestro país son los políticos los que nombran a los jueces, quienes a su vez tienen que juzgar a aquellos que los nombraron. Por tanto las palabras justicia e independencia son en sí mismas un oxímoron. Por lo menos en los escalones más altos de la judicatura. 

Otro ejemplo, de los tantos que podría poner, sería la ley electoral. Las reglas del juego. En España la ley electoral es básicamente un trampantojo. En virtud de la cual, un partido localista, regionalista, o incluso y lo que es peor, secesionista, con unas decenas de votos, puede condicionar la gobernabilidad de un país de casi 47 millones de habitantes. Y si solo estuviéramos hablando de condicionar, podríamos llorar por un ojo. Porque la realidad es que lo que se suele dar son verdaderos chantajes que en ocasiones pueden llegar a poner en jaque al propio estado.

En un país serio que no fuera un estado fallido, esto tendría fácil solución. Un acuerdo de estado entre los dos grandes partidos. Con esto se arreglarían la mayoría de nuestros problemas.

Pero bien al contrario, se permite, sin ningún resorte que lo impida, que nuestros gobernantes puedan modificar el código penal para eliminar los delitos de sedición o malversación, para favorecer a quienes intentaron dar un golpe de estado, conceder indultos a condenados por la justicia por saltarse las leyes, o incluso amnistiar a prófugos de la justicia. Y es que en un país serio que no fuera un estado fallido, sería impensable que la gobernabilidad y la estabilidad descansaran sobre las espaldas de un huido de la justicia que se encuentra en busca y captura. Mención aparte merecen los chantajes de un partido con un pasado como el de Bildu.

Y esto por mucho que se empeñen los unos en construir relatos contra otros, ha sucedido con los dos grandes partidos desde la Transición. La gobernabilidad del país ha dependido casi siempre de las minorías vascas y catalanas. Convirtiendo a los leales mucamos, por poner un ejemplo cercano, en ciudadanos de segunda o de tercera. Y nadie ha hecho nada para impedirlo. O si no que se lo digan a Felipe o a Aznar, que hablaba catalán en la intimidad. O a Rajoy que tuvo ciento ochenta y tantos diputados para no cambiar nada.

A nuestros políticos del bipartidismo les es más rentable en término de votos azuzar el miedo a los pactos con los extremos del contrario que sentarse a hacer verdaderos pactos de estado. Eso en cualquier otro país sería impensable. Aquí, sin embargo, es jaleado por los afines. Así nos luce el pelo. O el peluquín en este caso. 

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