Luces de la ciudad

El viaje de los otros

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Siempre me han llamado la atención los lugares de tránsito, especialmente las terminales de los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril. En ellas, por algún motivo que desconozco, consigo abstraerme de mis circunstancias personales para centrar todo mi interés en el resto de la gente, en los otros viajeros que van o vienen en un constante trasiego. Esa gente que busca en su destino la esperanza, la felicidad, la ilusión, la incertidumbre… o que a su regreso carga en su mochila con el peso excesivo de la tristeza, la melancolía, la inquietud, la decepción o todo lo contrario. Me fijo en esas personas, las observo, escudriño sus gestos, sus movimientos, sus miradas y a través de un sencillo ejercicio de imaginación intento comprender los motivos que los han llevado a estar en ese preciso instante, en este lugar en concreto.

Y en esas andaba, en la estación de Chamartín, esperando el momento de mi regreso tras un breve viaje a Madrid, uno de esos viajes que se hacen por nada, casi sin motivo, vas porque vas, porque quieres estar. Sin prisas, sin citas, sin visitas.

Me fijo en un grupo de turistas que acaba de entrar en la estación. Poco misterio en sus intenciones: conocer la historia, el arte y el patrimonio cultural de aquellos lugares que visitan, en el mejor de los casos.

Recuerdo haber leído no hace mucho que el turismo comenzó allá por el siglo XVII, cuando las familias nobles europeas enviaban a sus jóvenes a un ‘tour’ por las principales capitales continentales como parte de su formación. Poco más de tres siglos después llegaría el fenómeno del turismo de masas. Pero no es este el tipo de viajero, cuyos motivos para viajar dejan poco a la imaginación, quien suscita mi interés en estos momentos, sino los otros, esos ‘otros’ que se ven abocados a viajar, en la mayoría de los casos, por cuestiones personales, íntimas, completamente ajenas a temas laborales o vacacionales.

Una mujer de mediana edad y rasgos asiáticos que no habla nuestro idioma, se dirige a mí mostrándome un billete de tren en su móvil intentando desesperadamente que le confirme si corresponde a esa estación. Lo hago y se tranquiliza. Probablemente, pienso, acabe de llegar a España y esté tratando de reunirse con su familia. Contemplo después a una señora mayor que viaja con su mascota, un perro de pequeñas dimensiones, al que trata con una ternura exquisita, a la espera, tal vez, de que su destino le proporcionase ese afecto tan necesario del que le priva la soledad. Y a esa chica joven acompañada de un bebé que iría al fin del mundo en busca de un reencuentro romántico con su amor. O ese hombre repantigado en uno de los asientos de la sala ojeando el móvil con rostro entristecido. No tiene prisa por llegar, nadie le espera.

De repente, el número de vía aparece en el panel de salidas y todos los pasajeros situados frente a él realizan un giro sincronizado, como una bandada de pájaros en el cielo, y se dirigen hacia el apeadero. El tiempo de espera ha finalizado. En tan solo unos segundos otras almas, otras vidas, otros destinos ocuparán este espacio.

Es, por tanto, el momento de olvidar el viaje de los otros. Desciendo hacia el andén y como si me encontrara en una novela de Agatha Christie imagino encontrarlo completamente cubierto de vapor y al jefe de estación gritando: ¡Viajeros al tren!

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