Observatorio

¿Germen de la discordia?

Felipe VI se equivoca. Ya estamos en plena discordia. Pero acierta en que sin la Constitución no hay democracia ni convivencia posible

El rey Felipe VI en su tradicional discurso de Navidad

El rey Felipe VI en su tradicional discurso de Navidad / BALLESTEROS / EFE

Joan Tapia

La frase más destacada del discurso de Felipe VI que toda la prensa ha destacado es la que insta a «evitar que nunca el germen de la discordia se instale entre nosotros, porque no nos los podemos permitir». Y la Real Academia Española de cierta manera ha sintonizado al elegir «polarización» como la palabra del año.

Felipe VI insta a evitar un peligro, «el germen de la discordia», que ya no es tanto un peligro como un virus instalado que deberíamos erradicar, pero que por el momento nos lo estamos permitiendo y aprendiendo a coexistir. Cierto que en 2023, con dos elecciones -municipales y legislativas- muy tensas, la polarización y la discordia han llegado a máximos. Pero el germen es anterior. ¿Cuándo empezó a ser el factor dominante de la política española? Tensiones políticas y territoriales, o nacionales, las hubo siempre. Alfonso Guerra, con su tic teatral en el acoso a UCD, comparó a Adolfo Suárez, el presidente-comadrona de la democracia, con el caballo del general Pavía, aludiendo al golpe contra la I República. Pero UCD y el PSOE (junto a Fraga, Roca y Carrillo) pactaron la Constitución. 

Luego hubo el golpe de Estado del 23F, pero al día siguiente una gran manifestación unitaria, desde Fraga a Carrillo, lo repudió. Los problemas con las «nacionalidades» vienen de lejos, pero Pujol y el PNV arroparon sucesivamente los gobiernos de Felipe y Aznar. El virus de la discordia no había sido aún inoculado. 

¿Cuándo el germen dio paso al virus? Creo que fue tras el terrible atentado terrorista de Atocha de 2004 (193 muertos), cuando el Gobierno de Aznar mintió sobre su autoría, se generó un clima de gran indignación y el PP perdió contra pronóstico las elecciones. Y para superar el trauma, Mariano Rajoy -candidato derrotado por culpa de Aznar-, se vio impelido a practicar una oposición fiera, tanto contra el Estatut de Catalunya, enmendado y aprobado por las Cortes, y el referéndum catalán posterior, como luego contra la negociación de Zapatero con ETA, que fue el prólogo del fin de la banda. ¿Se acuerdan de «la traición a los muertos» con la que se atacó a Zapatero? Todo aquello originó un cisma PP-PSOE, pero más leve que el actual, pues Rajoy y Rubalcaba y Rajoy y Sánchez aún pactaron tanto la abdicación de Juan Carlos como el 155. Pero el conflicto del Estatut acabó llevando, tras la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 contra el Estatut de 2006 (cuatro años después y con un tribunal muy politizado) a la eclosión del independentismo y a la declaración unilateral de independencia de 2017

Ahora el virus del conflicto territorial ha amainado. En Euskadi porque ETA dejó de matar, se disolvió hace años y el PNV es un factor de estabilidad. Aunque Bildu sigue siendo arma arrojadiza. Y también baja en Catalunya. Los indultos desinflamaron, Artur Mas -el president que propulsó la independencia- acaba de declarar que en los próximos años no es posible, el PSC gana las últimas elecciones y empieza a haber pactos transversales. 

Pero, por el contrario, tras la moción de censura que desalojó a Rajoy de La Moncloa, las dos legislativas de 2019 y las de julio pasado, no ya la discordia sino la incompatibilidad ha llegado al extremo entre el PP, que no lleva bien no estar en La Moncloa y necesita a Vox para gobernar algunas comunidades autónomas y municipios, y el PSOE, que ha precisado a todos los partidos a su izquierda y a todo el independentismo para lograr la investidura. El bipartidismo imperfecto ha sido sustituido por un combate ideológico entre dos bloques que está haciendo imposible cualquier diálogo y cualquier consenso.

Felipe VI se equivoca. Ya estamos en plena discordia. Pero acierta en que sin la Constitución no hay democracia ni convivencia posible, y que cada institución, empezando por el Rey, debe situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde. Y también -es la clave de todo- que la Constitución debe conservar su identidad como «pacto colectivo» y como «lugar de reconocimiento mutuo». La discordia y el conflicto están perjudicando gravemente el normal funcionamiento de la democracia. Pero la ventaja de la Constitución es que, aunque ajada, no tiene alternativa. Nadie tiene la suficiente fuerza para romperla. Y aún menos para imponer sus recetas.

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