Las trébedes

Frankestein

Si como resultado de la ‘voluntad popular’ expresada en el voto el Congreso es un puzzle de muchas fuerzas políticas, entonces los partidos tienen el deber de pactar entre ellos para lograr consensos que permitan la gobernabilidad del país

L.O.

L.O.

Carmen Ballesta

Carmen Ballesta

Nuestra democracia es representativa, no presidencialista. El mandato de las urnas no implica que tenga que gobernar la lista más votada, si queremos respetar y preservar nuestro sistema. Son muchísimos los españoles que ignoran que al presidente del Gobierno no lo elegimos los ciudadanos en las urnas, sino los diputados en el Congreso. De ahí que sea tramposo no ya decir, sino expresarse y actuar como si «tuviera derecho» a ser nombrado presidente del Gobierno el cabeza de lista que haya obtenido más diputados en el Congreso. Al contrario, un mimbre esencial del cesto de la democracia española actual es precisamente el respeto, también institucional, de las minorías. Deberá recordarse una vez más que nuestra Constitución, en el apartado 1 de su artículo 1º, consagra expresamente «el pluralismo político», que es eso que se ha dado en calificar de ‘Frankenstein’. Que a veces, sobre todo en esta última campaña electoral, daban ganas de llorar al escuchar a algunos líderes políticos. La deformación profesional me ha hecho desear a menudo que nuestros candidatos a representarnos tuvieran que examinarse, a ver qué pijo han entendido por ‘pluralismo político’, por ejemplo. Aunque no es ese el único concepto que parecen no haber comprendido cabalmente, porque el artículo 2º reza: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». ¿Qué han entendido unos por ‘derecho a la autonomía’ y otros por ‘patria común e indivisible’? Escuchando sus discursos (concedamos tal título a sus diatribas, eslóganes y gracietas varias) se congela la sonrisa. Leí que Feijóo, después de votar, afirmaba que en estas elecciones generales estaba en juego «un modelo de país». ¿Cómo? ¿Estaba en juego el «modelo de país»? ¿Eso no lo establece la Constitución desde sus primeros párrafos? Pero además ¿acaso puede un gobierno, el que él esperaba presidir, establecer el «modelo de país»? Ese modelo del que él hablaba no había surgido más que de su imaginación, claro, no de ninguna clase de consenso ni pacto de Estado, y como no ha sido más explícito, pues no me ha quedado nada claro qué es lo que quería decir o lo que tenía en mente. Pero cuando se acusa a otros de no respetar la Constitución, o se presume de ser un partido ‘constitucionalista’ debería uno mirarse la viga del ojo propio.

Si como resultado de la ‘voluntad popular’ expresada en el voto el Congreso es un puzzle de muchas fuerzas políticas, entonces los partidos tienen el deber de pactar entre ellos para lograr consensos que permitan la gobernabilidad del país. Por lo tanto, un ‘gobierno Frankenstein’ es lo decente (dicho sea de paso, es difícil imaginar más frankensteinidad que intentar juntar a Vox con el PNV, como al parecer ha pretendido Feijóo) y ‘pactar’ significa buscar soluciones que se aproximen todo lo posible al famoso win-win, es decir, a consensos que satisfagan lo suficiente a todos los implicados, lo que implica que todos ceden algo y todos obtienen algo. Ahora bien, en esta ligereza que parece el signo de los tiempos, los líderes políticos se expresan en términos mercantiles (hablan del ‘precio’, por ejemplo) para referirse a su disposición a dar apoyos parlamentarios o de gobierno, y así nos va. Las mayorías absolutas solo son buenas, aunque mejor decir ‘cómodas’, para el partido que las goza, porque para la ciudadanía han resultado siempre, como mínimo, cargantes. Los gobiernos monocolores son muy cómodos, sobre todo para quien los preside, pero no son verdaderamente representativos.

Si bien ya sabemos que lo que se dice en las campañas electorales se lo lleva el viento, no deberíamos cerrar ojos y oídos a lo que se dice y se hace en campaña electoral, si sentimos un ápice de responsabilidad política como ciudadanos. Por una parte, porque las campañas son una ventanita al interior de los partidos políticos, a menudo opaco para el gran público, por la que podemos atisbar y valorar las ideas o la falta de ellas que hay tras los líderes que ponen la cara. Y, por otra parte, porque podemos descubrir detalles de la personalidad de los candidatos al estar tan expuestos a la mirada. Pero es que, además, gracias a la famosa IA, en estas elecciones son muchos los medios que han puesto a disposición de la ciudadanía comparadores de los programas electorales. Ustedes perdonen, pero es que está muy claro que falta pedagogía política porque sobra ignorancia política. Basta el dato de que los jóvenes españoles, incluidos los vascos, no saben quién fue Miguel Ángel Blanco (y eso que su asesinato fue tan infame y produjo tal conmoción en la ciudadanía que se ha vuelto a hablar de él al cumplirse el 25 aniversario el pasado 12 de julio, en plena campaña electoral), ni Franco. Hay cierta ignorancia que va con la juventud, en toda época; digamos, parafraseando a Kant, que esa no sería culpable. En cambio, sí debería ser culpable la ignorancia adulta en esta era en la que el acceso a la información es verdaderamente universal.

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