Opinión | Los dioses deben de estar locos

Juan el del puño de hierro

Don Quijote aparece de repente en el bosque, ha oído los gritos del menesteroso y sin dudarlo acude en su ayuda

Don Quijote interroga a Juan Haldudo, 1869, de Ramón Pujal.

Don Quijote interroga a Juan Haldudo, 1869, de Ramón Pujal.

Juan Haldudo siempre ha sido un amo severo. Sobradamente lo ha demostrado con sus maneras broncas, con su violencia frente a los trabajadores de su hacienda a los que les ofrece demasiado poco a cambio de un trabajo de sol a sol, por el cual, dice, deberían darle las gracias. Exige todo a todos. Gran señor sobre una parcela diminuta de la tierra, domina en la vida o la muerte, su voluntad no se discute y sus órdenes se obedecen con prontitud. Para eso alimenta a sus trabajadores con su pan, los viste y los nutre. Fuera de él sus jornaleros encontrarían escasa protección, acaso acabarían mendigando cuando el cultivo de sus exiguas tierras no diera para más; quizá los más jóvenes, si sobreviven a fiebres y viruelas, preferirían alistarse entre las tropas del rey, con grave riesgo de acabar tullidos, enfermos o cautivos en Berbería. Juan da de comer, viste y calza a sus deudos, también imparte justicia. Las condiciones del fiero amo resultan aceptables, pues el mundo de alrededor resulta más despiadado aún

El joven Andrés, su jornalero, se ha mostrado negligente y se dispone a afrontar las consecuencias. No ha guardado bien los rebaños de su amo, se ha comportado como un pastor descuidado, pues finalizando cada día siempre tenía que lamentar la ausencia de una oveja. Poca cuenta ha hecho del buen calzado que le había dado su adusto señor. Colmada la paciencia del amo, ya de por sí escasa, este determina cobrarse las ovejas perdidas, los zapatos otorgados en vano y guardarse para sí los jornales que Andrés ya nunca cobrará. No contento con esto, debe dejar constancia de la condena, escribirla sobre la piel del joven y firmarla a latigazos. No hay justicia sin castigo, no hay castigo sin marca. El triunfo siempre deja su huella.

Don Quijote interroga a Juan Haldudo (1869), de Ramón Pujal

Don Quijote interroga a Juan Haldudo (1869) / Ramón Pujal

Don Quijote aparece de repente en el bosque, ha oído los gritos del menesteroso y sin dudarlo acude en su ayuda. Cree ser el libertador indiscutible, y su imagen acorazada y pavorosa espanta el corazón del malvado. El villano se humilla, se acobarda, cede ante la pavorosa imagen de un loco armado que ha tomado por bandera la causa del derecho y la razón. La justicia del caballero se ha impuesto, por el momento. El castigo se interrumpe y se compensa al reo, víctima de tanta de arbitrariedad. Ufano y feliz se ausenta don Quijote después de haber enseñado al malvado labrador que hay derecho en este mundo para asistir al débil, y al que no puede defenderse. 

Sólo muchas jornadas después, próximo el regreso a su aldea, hacia el final de su segunda salida, don Quijote se encuentra en los caminos con Andrés. El encuentro, tan inesperado, se promete feliz, pues el ilustre manchego podrá mostrar a sus acompañantes un testigo de la fortaleza de su brazo, de la bondad de su corazón, y por tanto de la buena obra que la caballería andante hace en el mundo. Pero ¡qué gran decepción! Todos acaban conociendo que no sólo el brutal Juan Haldudo, en cuanto don Quijote se marchó, volvió a imponer su brazo de hierro sobre Andrés con golpes aún mayores que hicieron de él un lisiado para siempre. Además, el desgraciado maldice delante de todos a su bienhechor; le reprocha, desagradecido, cuanto por él hizo. Al defender el Caballero de la Triste Figura la dignidad, la causa de la justicia, la integridad del ser humano, sólo consiguió excitar aún más las iras del amo cuando restableció el peso de su mando sobre los hombros del mal pastor. Andrés se muestra en realidad como verdadero cómplice de su verdugo, sanciona el orden legal con la sumisión; besa las manos de quien le golpea y escupe sobre quien le ofrece su ayuda. La malicia, que domina el mundo, reprocha al caballero haberse metido en asuntos que no le concernían. Cuando cada uno sólo lucha para sí, lo demás se llama locura.

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