Opinión | Los dioses deben de estar locos

El sabio a lomos del dragón

Man Yifu y Lin Shu amaban a los autores de tiempos pretéritos. ¿Cómo no amar también la historia de un caballero que había sido hechizado al haber leído antiguas gestas de héroes que luchaban contra espíritus, monstruos o demonios?

Plato de porcelana con la imagen de don Quijote y Sancho observados por las mozas de la venta. Dinastía Qing, finales del siglo XVIII.

Plato de porcelana con la imagen de don Quijote y Sancho observados por las mozas de la venta. Dinastía Qing, finales del siglo XVIII.

Los sufrimientos de Cervantes reunidos, bien narrados, pensados y ponderados, constituirían una novela extraordinaria. Afortunadamente para él, siempre estuvo acompañado por una ironía sabia, tierna, que abrazaba la vida y sus decepciones sin amarguras ni aspavientos. En la dedicatoria al Conde de Lemos con la que da comienzo la segunda parte de Don Quijote, echa mano a ese buen humor. Parece que el noble loco hubiera cobrado vida. Su fama se ha extendido, está en boca de todos. Tan universal se ha vuelto el ilustre hidalgo manchego, que su creador ha recibido la inverosímil proposición del emperador de China para trasladarse al país que es Todo bajo el Cielo. Su Alteza desea poder leer en su lengua la historia del manchego. Anuncia que Cervantes sería bien recibido en su país. Allí sería el rector de un colegio nacido expresamente para traducir las aventuras de don Quijote y difundir la lengua castellana en Asia. Desgraciadamente, a causa de la falta de medios económicos para emprender tan fabuloso viaje, los deseos del Hijo de Cielo no llegaron a cumplirse. Cervantes abandona, pues, los cuentos chinos y se pone bajo la protección, más sólida, del Conde. 

Don Quijote pisó China un poco después, si atendemos a las porcelanas de la dinastía Qing, de finales del siglo XVIII, donde ya aparece representado. A principios del siglo XX empieza a ser conocido gracias a las versiones en inglés. En el año 1913 vio la luz una primera traducción (sólo de dos capítulos), obra de Ma Yifu; y en 1922 Lin Shu publicó la primera parte las aventuras del hidalgo, con el título Historia del caballero encantado. La historia volvió a nacer de nuevo, porque la semilla había caído en suelo fértil. En China los libros eran amados, más allá de toda medida. Bibliotecas inmensas protegidas por el Estado conservaban la historia de las más antiguas dinastías, aquellas que dieron comienzo con los dioses. Generaciones de funcionarios imperiales las estudiaban, las leían, las tenían presentes, palpables y vivas. Ante cualquier eventualidad que surgía en los días contemporáneos, la memoria escrita de los tiempos pasados acudía en su ayuda. En las cuevas de los monasterios se atesoraban innumerables manuscritos de hermosas caligrafías con palabras y sentencias sabias, custodiadas desde la Antigüedad para la posteridad. Incluso en las épocas de desastre voluntariosos amantes de la cultura copiaban inscripciones, ponían a salvo los manuscritos de las regiones amenazadas por las calamidades o por los bárbaros. Man Yifu y Lin Shu amaban a los autores de tiempos pretéritos. ¿Cómo no amar también la historia de un caballero que había sido hechizado al haber leído antiguas gestas de héroes que luchaban contra espíritus, monstruos o demonios?, ¿cómo no simpatizar con quien, a la vez, pretendía rehabilitar aquella sabiduría perdida, aquella filosofía de vivir, de amar y de pensar que fue el ideal de la caballería andante? 

Lin Shu recreó con habilidad la destrucción de la biblioteca de don Quijote. Al caballero le contaron la supuesta aparición del hechicero Frestón, que se llevó, por venganza, todos sus libros. En la visión china la apreciación del nigromante resultó muy diferente. No encontramos en ella mención de ninguna enemistad secreta entre el Caballero de la Triste Figura y el mago. Este aparece volando sobre un dragón, y lejos de hacer daño, proclama que la desaparición milagrosa de esos libros acelerará la curación de don Quijote. Entra en escena casi como lo hubiera hecho el Gran Maestro Celestial, a quien se le imploraba remedio de las catástrofes que asolaban China en la célebre novela de Shi Nai’an, Los bandidos del pantano. El hechicero cervantino se ha transformado aquí en uno de aquellos monjes taoístas, sabios ascetas que poblaban los remotos santuarios de montaña, poseedores de conocimientos ancestrales de magia y alquimia, que volando a lomos de un dragón o de una grulla, eran capaces defender la sabiduría, la bondad y de lograr la salvación de todos. Todo encuentro entre civilizaciones comporta un reconocimiento; toda transformación, una preservación consagrada al bien de la humanidad. La bandera bajo la que se ha nacido, o el color de piel que se tenga, nada importan.

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