Opinión | La Feliz Gobernación

Querido Gabi

Gabriel López Román

Gabriel López Román / L.O.

Gabi me presentó a la que ahora es mi mujer. Estábamos haciendo barra en el baile de la boda de una de sus hijas, y me dijo: «¿Ves a aquella rubia? Te va a gustar». Como la rubia no venía, la trajo él. Nos dejó solos, hablamos, me pidió un cigarrillo y como no llevaba bajé a comprar tabaco. Cuando regresé, la rubia ya no estaba. Al día siguiente llamé a otra hija de Gabi y le pedí el teléfono de su amiga, la escapista. La llamé, la rondé persuasivamente, y hasta aquí. Quiero decir que no tengo nada que reprochar a Gabi, pues fui yo mismo quien se metió en el charco. Pero hay cosas que se recuerdan para siempre. 

Como el día que lo conocí. Me avisaron desde la recepción de Telemurcia: «Aquí hay dos señores que quieren verte». Se les olvidó añadir: dos señores muy elegantes. Vestían, él y Jesús Sancho, quien más tarde sería el gramolero mayor del reino, como para la fiesta de Nochevieja. Gabi se adelantó: «Hemos visto un ovni. Te interesa». Tenían la pinta contraria que se les supone a ese tipo de avistadores, y precisamente por eso los pasé al estudio de inmediato. Su relato era muy preciso, tanto que parecía calcado del de cientos de testimonios al respecto. Jesús Sancho era un gran actor que se sabía muy bien la letra, pero siempre sospeché de Gabi, a quien delataba una sonrisita oblicua. Era un cachondo muy serio. 

A Gabi, en sus tiempos de la UCD, le hicieron una foto junto a otro suarista, Sancho Gracia, lo que le valió el mote de Curro Jiménez, pues parecía su sosias. Mentira: era más alto, más guapo, más elegante y más seductor. Durante años reinó en la barra del Oliver, en Junterones, a la hora del aperitivo, con su manera inimitable de estar en esos altares, rodeado siempre de señoras finísimas o que lo parecían. Su presencia en cualquier lugar marcaba un canon de estilo que ya solo practicaba él: el brillo de una decadencia imperturbable. El atuendo perfecto, sin mácula; el gesto de clase que se lleva por dentro, sin colgajos aristocráticos. Atravesar el bullicio de la zona de Pérez Casas era como un domingo de ramos, continuamente asaltado y saludado, reverenciado, por gentes de todas las generaciones: «Por ahí va Gabi». 

Se ha marchado como el señor que era, rodeado de sus auténticas admiradoras: su mujer, Mari Carmen, y sus hijas, Gabriela, Elena y Natalia. Grande. 

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