Tribuna Libre

Amplio alarde

La Administración de Justicia es cosa muy seria, pero a veces protagoniza anécdotas y sucedidos dignos de recordar con y simpatía y nostalgia

Leonard Beard

Leonard Beard

Andrés Pacheco Guevara

Ante el conjunto de realidades grotescas que se ciernen sobre todos nosotros en la actualidad de este país (la bélica, la económica y la política), tan destacadas a diario en los periódicos regionales, con sesudos análisis en sus artículos de fondo, quiero con la narración de esta historia judicial, y otras que vendrán después, cambiar de tema y, si es posible, provocar una sonrisa, aunque sea de dolor, entre quienes tengan la paciencia de leerlas.

Hace muchos años, unos cuarenta aproximadamente, en un juzgado perteneciente a un partido judicial de la Región, cesó como titular, al ascender a magistrado, quien lo ostentaba desde hacía unos años. Tras la publicación del concurso oportuno para cubrir esa plaza, el juez que fue designado envió a dicho órgano judicial un telegrama, pues entonces no existían comunicaciones telemáticas, en el que lacónicamente expresaba: «Tomaré posesión tal día y a tal hora. Preparen amplio alarde».

A su recepción, se organizó un buen barullo en ese partido, ya que quienes allí estaban destinados no sabían que contenido atribuir a tal alarde. En una reunión informal, el resto de los jueces y secretarios judiciales (así llamados entonces), y hasta el forense, trataron de alcanzar una conclusión acerca de lo que el nuevo juez deseaba al ser recibido. Hubo quien opinó que habría que llamar al resto de autoridades de la ciudad (municipales, policiales y militares), y también quien supuso que, al ser exigido ese alarde de forma amplia, ello significaba que también deberían ser convocados para la recepción los representantes de las organizaciones profesionales, sociales y sindicales de tal localidad. Y hasta hubo quien defendió que sería imprescindible la presencia de la banda de música.

Desde ese mismo día se empezaron a activar las gestiones para que el posesionado quedase satisfecho con el recibimiento otorgado por los ‘principales’ de quienes a partir de entonces serían sus justiciables, es decir, todos los ciudadanos.

Incluso llegó a dudarse de si era oportuna la celebración de una misa en la iglesia más significativa del pueblo con antelación al acto protocolario de la toma de posesión, lo que pronto se descartó al reparar los organizadores en que no era eso propio del Estado Constitucional que ya disfrutaba España.

La convocatoria de los fastos avanzaba a buen ritmo cuando en otra reunión de las autoridades judiciales participó el fiscal del partido, jurista de prestigio y con gran experiencia, quien, sin ofender a nadie, pero asombrado del despiste (por no decir ignorancia) de sus compañeros, les comunicó que lo que el nuevo juez solicitaba no era sino una relación completa, exhaustiva y pormenorizada del estado de ese juzgado, esto es: del número de expedientes registrados y de los pendientes de tramitar o resolver, constituyendo tal relación lo que la reglamentación de la carrera judicial denomina ‘alarde’ y lo que se exige por los órganos de Gobierno de los tribunales a todo titular de un juzgado cuando cesa su actividad en el mismo, pues ello sirve al que le suceda para, desde el principio, conocer la realidad con la que se va a enfrentar el primer día, aparte de la nota favorable o desfavorable que haya de constar en el expediente personal de quien cesa.

Noticiada esta circunstancia, los que se enteraron en ese momento de la existencia del término ‘alarde’ y su contemplación en el ámbito de la jurisdicción, la acogieron de forma diversa. Hubo unos que manifestaron su descanso ante lo innecesario que era montar aquel tinglado, pero alguno se mostró decepcionado ante la supresión de un evento tan glamuroso para la ciudad, cuando, además, ya estaba prácticamente organizado y diseñado. Y es que la fiesta la llevamos los españoles en la masa de la sangre.

Llegada la fecha de tan esperada toma de posesión, el nuevo titular del juzgado se presentó con puntualidad militar, reclamó el alarde y firmó el acta correspondiente, montándose en su coche seguidamente y regresando a la capital, de donde procedía esa mañana. Total, veinte minutos y sin ceremonia de tipo alguno.

Y me pregunto yo, qué daño hubiese hecho a alguien la interpretación del Himno Nacional y un par de pasodobles por la banda municipal y su desfile por la plaza Mayor del lugar, mientras su señoría firmaba muy cerca su incorporación a la justicia local. Además, siempre tendré la duda sobre si, en verdad, aquel miembro de la carrera judicial hubiese deseado un recibimiento como el ideado por quienes leyeron aquel telegrama.

Y es que la Administración de Justicia es cosa muy seria, pero a veces protagoniza anécdotas y sucedidos dignos de recordar con y simpatía y nostalgia.

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