A un día de mis cuarenta

Cuidar y educar es el trabajo más cansado y exigente que uno pueda desempeñar y, como tal, pasa factura física, también anímica

Mónica López Abellán

Mónica López Abellán

Aun día de mis cuarenta (aunque no me entusiasme la cifra, jamás mentiré sobre mi edad) puedo decir que a mí no me envejecen los años, me han envejecido los hijos. Sobre todo el segundo hijo, en este caso hija.

Recuerdo cuando hace apenas cuatro años, mi hermana, menor que yo y que ya criaba tres, se asombraba con la luz y la textura que irradiaba mi tez. Por aquel entonces yo aún tenía tiempo y fuerzas para cumplir rigurosamente, cada mañana y cada noche, con mi rutina de cuidados faciales, y dormía al menos seis o siete horas del tirón. Esta semana, mirando una fotografía con mi primer hijo recién nacido en los brazos, me espetaba, con total sinceridad «tú también has envejecido en estos años» (en el también daba por hecho y se incluía ella misma).

Yo, con total naturalidad y de forma casi espontánea, le contesté precisamente eso: «a mí me han envejecido los hijos». No quiero decir con esto que mi aspecto sea demasiado caduco o estropeado, pero sí mucho más descuidado que de costumbre y, además, he empezado a peinar alguna que otra cana.

Miro las instantáneas de otros años con cierta nostalgia y rememorando mis largos ratos de lectura, mis clases de inglés en la Escuela de Idiomas, mis exámenes de arte en la Universidad a Distancia, mis jornadas de ‘shopping’ y mis cafés despreocupados con amigas. Y soy consciente de que aquello, tal que así, nunca regresará.

Como tampoco lo hará aquella piel adolescente, sin marcas ni arrugas. Mi rostro, ahora, refleja en profundas ojeras el cansancio de un sueño intermitente, de madrugones para llegar al colegio a tiempo, de veladas intensivas de trabajo cuando todos duermen para poder llegar a lo urgente, de siestas inexistentes.

Cuidar y educar es el trabajo más cansado y exigente que uno pueda desempeñar y, como tal, pasa factura física, también anímica.

Y así, con los efectos y secuelas de esta cruzada en mi cuerpo, y aun con los vestigios de un embarazo y un parto relativamente reciente, afronto esta nueva decena, paradójicamente, más segura de mí misma que nunca. Seguridad en lo que he sido capaz de crear y lo que, día a día, consigo sacar adelante -aunque a veces tenga que recordármelo-. Seguridad en que, por muchos otros hitos y metas que alcance en mi vida, jamás me sentiré tan orgullosa como me siento ahora de intentar ser una buena madre.

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