Los dioses deben de estar locos

Don Quijote, música y misterio

La locura que afligía a don Quijote podía convertirse en cualquier momento en una manifestación poética, peligrosa, irrevocable e incurable, como temían el ama y la sobrina de Alonso Quijano

Madrigalete de don Quijote, Barcelona, 1905 / Salvador Tussell (a partir de un grabado de Gustave Doré)

Madrigalete de don Quijote, Barcelona, 1905 / Salvador Tussell (a partir de un grabado de Gustave Doré)

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Don Quijote vive bajo la amenaza de la magia. De entre los galeotes que liberó en su famosa aventura, mereció los mayores reproches un viejo alcahuete, acusado también de pertenecer a la repugnante estirpe de los hechiceros. Por culpa de tales gentes, la realidad sufre una constante mutación. Encantadores y embaucadores emplean sus brujerías para robar la gloria que en buena ley hubiera debido pertenecer al Caballero de la Triste Figura. Así los gigantes se desvanecen, los ejércitos se transforman en rebaños, y mil cosas más que el desgraciado manchego ha de sufrir para escarnio de su persona. Entidades maléficas surgen de las profundidades del infierno. Son demonios o moros encantados, como los que pueblan cuevas y palacios en ruinas. De esos hay centenares en la venta o castillo de Juan Palomeque, y por la noche, legiones de espíritus salen al amparo de la oscuridad para castigar a Sancho y don Quijote, golpearlos y herirlos hasta dejarlos casi muertos. La presencia del Diablo no puede pasarse por alto, acaso es él mismo quien impulsa al mono de Maese Pedro para hablar al oído de su señor, tanto como probable es que su satánica inspiración estuviera detrás de la cabeza de metal que hablaba en presencia de Antonio Moreno para entretener a sus huéspedes. 

Nunca puede descartarse que una nueva aventura comience bajo el sello de lo sobrenatural y de lo misterioso, ya sean los ruidos atronadores del batán, ya los espantosos enharinados de la aventura del barco encantado, o los misteriosos portadores de un cuerpo muerto en las tinieblas de la noche. También el comportamiento inesperado de una liebre perseguida, o el ladrido de unos perros a deshora anuncian alguna terrible fatalidad. A veces, los rivales de don Quijote podían cambiar de aspecto hasta el extremo de hacerlos en todo semejantes a amigos y conocidos, como había sucedido con el vencido Caballero de los Espejos, en todo igual a Sansón Carrasco. El rostro de las doncellas podía, asimismo, deformarse por arte de magia, y volverse de una fealdad irreconocible.

Grandes son los ardides del Diablo que sus servidores, los nigromantes, ponen en juego. Don Quijote lo sabe bien, y la realidad se lo ha demostrado en la casa de los duques, cuando una procesión de hechiceros y espíritus se presentó ante él. Más dramática y aterradora aún había de ser la muerte y resurrección de la bella Altisidora, su descenso hasta las puertas del Infierno. El mundo está regido por fuerzas misteriosas, y la duquesa envía a Teresa Panza un collar de corales, poderoso talismán; el mismo don Quijote, es portador de un tahalí, confeccionado con piel de leones marinos, entre cuyas virtudes se encuentra la de proteger contra los males del riñón, de los que padecía el buen caballero. 

La atmósfera de misterio y de miedo venía reforzada por la presencia de la poesía y aún más de la música. La locura que afligía a don Quijote podía convertirse en cualquier momento en una manifestación poética, peligrosa, irrevocable e incurable, como temían el ama y la sobrina de Alonso Quijano. Y lo cierto es que el Caballero de los Leones no era mal poeta, ni mal músico. Del arte de los versos discute en casa de don Diego de Miranda con gran discreción. Él mismo canta para desenamorar a Altisidora, o en momentos de abatimiento improvisa un triste madrigalete. Por los caminos cualquiera entona un romance, que se escucha atentamente, como un poderoso oráculo que anuncia acaso males venideros.

Música hay entre los pastores alrededor de los cuales se ha evocado la edad de oro; música hay en el canto dulce de un desconocido mozo de mulas, convertido en marinero que cruza el piélago profundo del amor, y pone fin así a las aventuras de los personajes que han acompañado la princesa Micomicona. En torno a las galeras de Barcelona también hay música con la que se silencian los gritos de los condenados. Y entre las damas que amenizan los ocios de Antonio Moreno, hay prodigiosas bailarinas, iguales a las fieras bacantes, cuyos movimientos desenfrenados y sensuales amenazan con embrujar a don Quijote en una danza sin fin; atribulado, se defiende con las antiguas fórmulas latinas de un exorcismo. Pero el hechizado de la Mancha ha sido, al final y en realidad, el mayor encantador de todos; y sus andanzas, una involuntaria danza de la muerte, que ha seducido y arrastrado dulcemente a todos aquellos con quienes se ha encontrado en su triste camino. Incluso ahora, suplicamos sitio en su montura; solicitamos el honor de acompañarlo al exilio, entre pastores. Pobres de nosotros, que perdidos, ya bailamos, enloquecidos tras él.

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