El retrovisor

La ciudad de los bolardos

El nefasto Plan de Movilidad no resulta nada halagüeño; por el contrario, nuevos negocios, sobre todo de hostelería, dibujan una ciudad distinta e impersonal

La autovía en construcción sobre la Sartén del Malecón, años setenta. Archivo TLM.

La autovía en construcción sobre la Sartén del Malecón, años setenta. Archivo TLM.

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

La ciudad se ha vuelto excesivamente ruidosa, que no bulliciosa, ha perdido todo su encanto provinciano. Murcia se ha convertido en el paraíso de los bolardos, cientos, miles de bolardos por todos sitios. Aunque mejor debería de llamarlos ‘pilones’, como me apunta mi buen amigo Jesús Sánchez Blaya, de ‘La Fonda Negra’. Los que emigramos a una vida más tranquila en pedanías, al volver a la Murcia que nos vio nacer, sentimos un cierto mareo ante la caótica circulación, ante el ruido ensordecedor, ruidos por todas partes, en cada rincón, en cada esquina…

Uno, que ya se encuentra en esa edad en que la ilusión se convierte en esperanza, harto de sillón y de las sandeces televisivas de cada día, gusta de dejarse caer por la capital de cuando en cuando, cada vez más para asistir a entierros y velorios, y en mejores casos para descubrir novedades en las calles que a diario recorrí a lo largo de la vida. Tuve la osadía de descender del bus, a las puertas de la iglesia del Carmen. El jardín de Floridablanca luce espléndido, apenas transitado, sin gritos de niños en sus juegos. Volví a revivir aquel puente de Los Peligros lleno de vida, hoy vía de mero tránsito. No, ya nos están los vendedores de gafas de sol, ni los voceadores de cupones de ciegos, ni tan siquiera existe algún fotógrafo como antaño que recogiera el paseo familiar o de la pareja entrañable de novios. Recordé aquel río de aguas vivas, con su rumor de cielo. Un río lejano que atraviesa mi infancia, aquel río en el que los barbos pugnaban por remontar el azud. ‘El Molino de Roque’ impregnaba la atmósfera con aromas de ñoras en su molienda, cuando el trasiego de los días colegiales, jornadas que permitían recoger en la memoria el cambio estacional. Nada mejor que el extinto ‘Huerto de los cipreses’ y la huerta en todo su esplendor. Ningún lugar mejor que ese espigón sin mar que fue en otros tiempos el paseo del Malecón.

Todo comenzó cuando el paseo huertano se vio castrado por la autovía, la que libraría a Murcia del tráfico endiablado y de convertirse en una ciudad para los coches y no para las personas. El atronador sonido de los automóviles en su ir y venir se deja oír desde lo alto de la sierra cercana, montes salpicados ahora por las pinceladas blancas de los almendros en flor, heraldos de una nueva primavera que ya se intuye.

Pisar Murcia después de cierto tiempo permite apreciar su evolución. El nefasto Plan de Movilidad no resulta nada halagüeño; por el contrario, nuevos negocios, sobre todo de hostelería, dibujan una ciudad distinta e impersonal. Platería y Trapería, corazón de la ciudad, siguen midiendo el índice de popularidad de los murcianos, gracias a los saludos más o menos pródigos. Caras nuevas en dos calles viejas, transitar por Trapería mueve a la nostalgia, pues, sin querer, por costumbre, dirige la mirada hacia el lugar que un día ocupó ‘La Covachuela’. 

Se echa de menos la mirada al escaparate siempre colorista y elegante de ‘Chys’, cerrado a cal y canto. Las peceras del Real Casino ofrecen renovada perspectiva con rostros nuevos que ejercitan la pasividad al igual que ocurriera hace cien años. Febrero, pese a las moderadas temperaturas, no incitan a la cabezada, pero sí al noble deporte de ver pasar a la gente, lecturas de periódicos, expertas tertulias las que allí se dan. Aún permanecen como sombras imperturbables las figuras del profesor Antonio de Hoyos o el doctor José Sánchez-Pedreño y tantos otros ilustres asiduos al viejo Casino. Personalidades tan dispares como el letrado Enrique Conde, el empresario Antonio Ruiz Morata, el polifacético Rafael Martínez Roldán, Julio Morote, el actor Antonio de Béjar o el bancario Enrique Andrés-Vázquez llenan con su enorme personalidad unas cristaleras que el tiempo no logra empañar, mostrando sin mostrar el obligado cambio generacional.

Se echa de menos al pisar la Trapería el saludo efusivo de Pepico ‘El Pichilate’, a los ‘Limpias’ que aguardaban pacientes la llegada de los clientes en su confluencia con Montijo o los corrillos de tratantes a las puertas de extintas entidades bancarias. Todo ello sin llegar hasta la rosa de los vientos de la ciudad, como definió a las Cuatro Esquinas el recordado Manuel Fernández-Delgado Maroto. 

Todo cambia, sí.

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