Pasado de rosca

La cantante de Hamelín

La clave del resultado de las elecciones presidenciales de la primera potencia mundial estaría en buena medida en las manos de una cantante, todo lo genial que se quiera, pero una simple cantante. Y todo ello por la adhesión que su figura pública produce, por el entusiasmo que puede contagiar en sus seguidores

La cantante estadounidense Taylor Swift

La cantante estadounidense Taylor Swift / LAP

Bernar Freiría

Bernar Freiría

En una reciente entrevista en El Mundo, Alfredo Relaño explica en términos sociológicos el derrocamiento como líder de la radio deportiva de José María García para ser sustituido por José Ramón de la Morena. Según Relaño, en los 70 «había mucho deseo de escuchar que los jefes son malos, los directivos son malos, los deportistas son víctimas...» En cambio, en los 80 «era otra sociedad más joven en un país democrático donde todo funcionaba» y [el deporte] «se debe tratar como una cosa eminentemente positiva.» Es decir, Relaño sostiene que un mensaje —deportivo, en este caso— cala cuando la sociedad que lo recibe está predispuesta hacia los valores que transmite.

Quizá debería indagarse qué es lo que está sucediendo en las sociedades occidentales para que el discurso extremista, xenófobo y simplista que exhibe la extrema derecha esté calando entre capas cada vez más amplias de la población. Por ejemplo, los convocantes de las tractoradas de esta semana han asumido algunas de las tesis negacionistas que enarbola esa extrema derecha.

En Estados Unidos, el discurso populista y xenófobo de Donald Trump está recibiendo tan extraordinaria acogida, hasta el punto de que ha barrido a sus rivales candidatos republicanos prácticamente sin bajarse del autobús, a pesar de que tiene casi un centenar de acusaciones penales en cuatro procesos judiciales pendientes. Y no obstante, los republicanos más extremistas que lo apoyan están denunciando una trama para conseguir que su candidato sea derrotado por el evidentemente senil aspirante demócrata, Joe Biden. El arma secreta de esa trama sería nada menos que la popular cantante Taylor Swift, y la conspiración estaría articulada para que Swift acuda a la Super Bowl —final del campeonato de fútbol americano— en la que jugará su novio, Travis Kelce, delantero de los Kansas City Chiefs. En el partido, ambos mostrarían sus preferencias por Biden, animando a los casi 100 millones de seguidores en X (antes Twitter) y cerca de 300 millones en Instagram de la cantante. Es cierto que Swift es considerada demócrata y que en 2018 dio su apoyo a dos candidatos demócratas de Tennessee, y consiguió que unas 160.000 personas se registraran para votar. Pero es muy poco probable, pese a lo que digan los partidarios de Trump, que ella y su novio se manifiesten abiertamente en la Super Bowl a favor del voto a Biden.

Sin embargo, al parecer está plenamente justificado el temor de los republicanos a la figura de la exitosa cantante. Los que entienden de fenómenos sociológicos aseguran que basta que ella muestre entusiasmo por unos valores que de algún modo representa el candidato demócrata a las elecciones a la presidencia para que contagie ese entusiasmo a muchos de sus seguidores, y que eso pueda acabar por inclinar la balanza de los votos hacia el demócrata Biden.

Nada menos que esto, la clave del resultado de las elecciones presidenciales de la primera potencia mundial estaría en buena medida en las manos de una cantante, todo lo genial que se quiera, pero una simple cantante. Y todo ello por la adhesión que su figura pública produce, por el entusiasmo que puede contagiar en sus seguidores. Al menos son valores vitales, y no el odio al extraño, el etnocentrismo y un nacionalismo que se mira a sí mismo en un espejo deformante, recuerden el lema «America first».

En todo caso, lo que pone de manifiesto el movimiento de masas, ya sean las modestas de los seguidores de un periodista deportivo, o las más multitudinarias, los millones de seguidores de la mencionada cantante, es que ese movimiento opera de un modo no enteramente racional, sino por la identificación con unos valores que encarna, o se supone que encarna, una figura pública. Nada nuevo, por otra parte, salvo el hecho de la profesión del sujeto de devoción.

¿Qué empuja a los potenciales votantes de los populismos de extrema derecha a identificarse con los valores de la figura en principio tan poco atractiva, cuando no grosera, como Donald Trump? ¿Qué era lo que enfervorizaba las masas en torno a tipos tan grotescos como Adolf Hitler, Benito Mussolini o más recientemente Silvio Berlusconi? O ¿qué ven los desposeídos en un tipo tan desaforado como Javier Milei, que les va a quitar el escaso escudo social del Estado, para votarle y convertirlo en presidente de su país? Mientras no seamos capaces de encontrar estas respuestas no podemos dárnoslas de exquisitos y despreciar lo que no sabemos explicar.

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