Los dioses deben de estar locos

Dulcinea, o la mirada del enigma

Será la dama a la que recordar antes de rezar, a la que encomendarse en los peligros, a la que cantar con versos y coplas de enamorado. Así nació Dulcinea, producto de una necesidad formal para poder alcanzar el perfecto ideal de caballero

Dulcinea rodeada de sus doncellas, Londres, 1890 / Pierre Verdeil

Dulcinea rodeada de sus doncellas, Londres, 1890 / Pierre Verdeil

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

De entre todos los misterios que encierra la historia de don Quijote, el de Dulcinea es, sin duda, el más difícil, el más evasivo; y su figura, la más cambiante. Ella es, ante todo, la creación de un hombre decrépito pero soñador, en el mismo instante en que está a punto de abandonar la identidad de Alonso Quijano, para abrazar la de don Quijote. Habiendo decidido, por encima de todo, hacerse caballero, le faltaba algo esencial que había leído en los libros de caballería. Debía tener una dama de la que enamorarse. Y aparentemente la crea sin más. Será la dama a la que recordar antes de rezar, a la que encomendarse en los peligros, a la que cantar con versos y coplas de enamorado. Así nació Dulcinea, producto de una necesidad formal para poder alcanzar el perfecto ideal de caballero. 

Como una vez había de definirlo Diego de Miranda, el del Verde Gabán, don Quijote era un entreverado loco, en el que se mezclaban sin distinción razón y realidad, fantasía y desvarío. Dulcinea habita en su imaginación, pero tan elevado fruto creció de la tierra también. Hubo una doncella de la que Alonso Quijano el Bueno anduvo enamorado. Mucho suspiró por esta moza manchega, de nombre Aldonza Lorenzo; la amó tiernamente y en silencio, con la temerosa veneración de quien ama un ideal, una imagen, un sueño. Jamás dijo ni comunicó a nadie, que él, el viejo que leía novelas de caballería, suspiraba por una mujer más joven que él. Sin familiares a su cargo más allá de una sobrina, con una buena hacienda (aunque algo mermada para poder alimentar sus ansias de lectura), no parece que don Alonso Quijano hubiera sido mal partido. Pero quién sabe lo que pasaría por su corazón, acaso no quisiera que, a su costa, otro contara una aventura semejante a las bodas de Camacho. Melancólico y en trance de convertirse en loco, aún sería consciente de los límites impuestos por la edad y el decoro. En esta vida terrenal, aun siendo hidalgo, poco le quedaba por hacer. Debía huir, llevarse consigo la imagen de la joven campesina, y concederle títulos altisonantes como señora de sus pensamientos, o emperatriz de la Mancha. 

Sancho siempre vio a la campesina como tal, como a una moza con buena mano para salar cerdos. Incluso en medio de sus mentiras, para evitar admitir cosas que no quería ante su señor, hablaba de Dulcinea como de una joven algo más tosca de lo que don Quijote pensaba, robusta, acostumbrada a trabajar y perfumada con una mezcla de tierra y sudor. Pensando en confundir a su amo, señala a este una moza cualquiera, hija del terruño, y don Quijote atribuye la ausencia inesperada de esa ideal belleza platónica de su amada al concurso de poderes mágicos y malas obras de hechiceros. Su corazón es tan noble, que incluso bajo esa forma la ama. El hechizo que sufría, tan cómico para los demás, al buen caballero le ocasionaba dolor. No había cosa que más deseara que salvarla de la transformación tan zafia que había sufrido y devolverla a su prístina belleza. Creyendo que las penitencias de Sancho acaso la habrían devuelto a su primer estado, sufrió la decepción de no encontrarla de vuelta a su aldea. Los presagios fueron malos: una liebre huía de los cazadores y se refugiaba detrás de Sancho. Dulcinea no aparecía. Lentamente, el caballero derrotado que volvía a su hogar, comprende que no la verá jamás, ni bella e imaginada, ni tosca, ni encantada. El Caballero de la Blanca Luna había herido mortalmente el corazón de don Quijote, y por ello, la primera en morir había de ser Dulcinea. 

Ni la señora de sus pensamientos, ni siquiera el fantasma de Aldonza Lorenzo. A don Quijote no le esperaba nadie. Pero como buen amante, aún ha de ir tras su amada, a la región donde se hubiera ocultado. También él desaparece lentamente en el horizonte. En el lecho, molido, agotado, enfermo, tan sólo queda un hombre que agoniza, medio consumido, en cuyo cuerpo habitó el último caballero andante. Ido el caballero, sólo queda el viejo. Sin sueños, sin amores. Y la muerte lo toma de la mano.

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