Café con moka

Una habitación propia

Todos tenemos, en nuestro imaginario personal y familiar, esas ropas a las que siempre volvemos. Un vestido rojo de cuadros, un pichi de pana o ese chándal fluorescente de tactel que tanto se llevaba

Nick Hillier / Unsplash

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Mónica López Abellán

Mónica López Abellán

Comienza el año del mismo modo que terminó el anterior: rodeada de tareas y quehaceres domésticos y familiares -a sumar a las obligaciones laborales- que, en más ocasiones de las que me gustaría, me roban todo el tiempo y, lo que es peor, la paz. Es por eso que estos días recordaba aquello que recomendaba la británica Virginia Woolf en su ensayo sobre la profesión: «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir».

Y fantaseaba en lo maravilloso que sería contar con ese lugar, en este caso físico -no solo mental y metafórico- ordenado, bien iluminado, ventilado y en silencio. Un espacio libre de montañas de ropa por doblar, juguetes que recoger y restos de cualquier tipo de merienda por los suelos. Ese espacio que me devolviese la calma, en los días que no la encuentro. Un espacio para mí. Al que escapar cuando todo lo demás falla.

Pero mi realidad, bien distinta, es que, mientras idealizo ese lugar -en el que servir y tomar café en taza y con cucharita-, trato de poner orden en el armario de mis hijos, en el que no cabe ni un calcetín más. Así, aprovechando una de las bolsas de almacenaje que tenía por casa, voy retirando del mismo las prendas que se han quedado pequeñas.

Siempre me ha costado mucho tirar, sobre todo aquellas cosas que me traen recuerdos. De este modo, selecciono algunas prendas para prestar a otros pequeños y aquellas que quiero reservar para mis inciertos nietos. Mientras lo hago, me doy cuenta de que la mayoría de esos vestidos y trajes, seguramente, no los volveré a utilizar. No está en mis planes -al menos de momento- ampliar la familia.

Es entonces cuando me asalta la nostalgia, incluso la tristeza, al doblar y guardar sine die algunas de las mudas que han lucido mis hijos en este tiempo. Las saco del armario, las acerco a mí y las huelo. Sé que algunas de ellas serán, en un futuro, bonitas memorias y recuerdos. Todos tenemos, en nuestro imaginario personal y familiar, esas ropas a las que siempre volvemos. Un vestido rojo de cuadros, un pichi de pana o ese chándal fluorescente de tactel que tanto se llevaba.

¿Cómo es posible que todo esto ya sea haya quedado pequeño y obsoleto? Entonces pienso en lo rápido que pasa el tiempo y olvido la habitación, sabiendo que no quiero perderme nada de esto -por agotador que sea por momentos- porque muy pronto, también, lo echaré de menos.

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