El prisma

Una estafa piramidal

Todos deberíamos jubilarnos cuando lo consideráramos oportuno y no cuando lo disponga el Gobierno, como hasta ahora

Pablo Molina

Pablo Molina

Nadie debería jubilarse más allá de lo que sus condiciones personales y su propia voluntad le permitieran, por eso es tan injusto fijar una edad de jubilación. El aumento de los años de vida laboral es, desde ese punto de vista, un agravio añadido a los trabajadores, que se ven obligados a seguir en su puesto unos años que deberían poder dedicar a cosas más enriquecedoras y saludables. Por el contrario, tampoco se debería prohibir el trabajo a personas longevas que prefieren seguir dedicadas a sus ocupaciones laborales, porque ven la jubilación como un tiempo vacío que no van a ser capaces de llenar de manera satisfactoria.

En otras palabras, todos deberíamos jubilarnos cuando lo consideráramos oportuno y no cuando lo disponga el Gobierno, como hasta ahora.

La trampa de la edad de jubilación surge con el propio nacimiento del sistema público de previsión social. Bismarck implantó las primeras pensiones de jubilación a finales del Siglo XIX, como medio para desactivar la agitación obrera organizada por los partidos izquierdistas en las postrimerías del Imperio Alemán. Con vista de lince, fijó el derecho a percibir una pensión a partir de los 70 años, que poco después se rebajaría hasta los 65. Pero es que la esperanza de vida media de un europeo de la época era de 50 años y muy pocos llegaban a la edad hipotética en la que se les facultaba para recibir una pensión del Estado. Entonces, el sistema era sostenible porque los trabajadores que cotizaban superaban en muchos factores a los que recibían la protección estatal. Hoy ya no lo es, porque la pirámide poblacional está cada vez más invertida.

Pero nada de esto tendría importancia a efectos de la jubilación si se nos permitiera encargarnos a cada uno de nosotros de nuestra pensión futura. Se trata, como hacen en algunos países, de acumular en una mochila virtual las cotizaciones durante la vida laboral de manera que sepamos en cada momento lo que tenemos a nuestra disposición en caso de que nos jubilemos. 

Obviamente, no es un cambio que se pueda hacer de manera repentina, pero el paso de un sistema de reparto como el que tenemos a uno de capitalización, que es el que nos daría la libertad de decidir nuestra edad de jubilación, puede hacerse progresivamente para que en 10 años cada uno decida sobre la importante cuestión de su futura jubilación.

Lo que tenemos ahora es, como todo el mundo debería saber, una estafa piramidal; un sistema por el cual las aportaciones actuales de los que entran en él sirven para pagar la jubilación de los que ya han terminado su vida laboral. Es decir, el hecho de haber cotizado 40-45 años, como muchas personas en España, no te otorga el derecho jurídico de recibir una pensión ‘digna’ (sic), sino que, simplemente, te faculta a recibir una prestación del Estado por la cuantía que el Gobierno decida en cada caso y si, y solo si, hay cotizantes suficientes para pagar las mensualidades de los 10 millones de pensionistas con que cuenta en estos momentos nuestro país.

La disyuntiva es clara: o trabajar hasta que lo diga el Gobierno y cobrar una pensión de miseria, o pasar a un modelo de capitalización que nos permita decidir sobre nuestro futuro. En una sociedad tan socialista como la española, el debate lo ganaría de goleada el voto a favor de las pensiones a cargo del Estado. Por eso no cabe quejarse de que nuestras pensiones futuras vayan a ser de pena. Es lo que nos merecemos por nuestro miedo invencible a la libertad.

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