Todo por escrito

Aguas profundas

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Cuando el médico me dijo que no volvería a hacer deporte, poco después de la Semana Santa de 2022, no imaginaba lo que aquel diagnóstico me deparaba. Mi traumatólogo, un señor que vivía con su mujer, su hija y su suegra, parecía más afligido que yo. «Eres tan joven...», suspiraba como recordando tiempos mejores. Estaba hundido, derrotado. Lo hubiera consolado si no fuera porque lo acababa de conocer. 

Salí de la consulta y me fui a desayunar a Martínez, en Santo Domingo. A sorbos con el café y rumiando la fragilidad de mi cuerpo y de la vida humana, mi pensamiento se volvió circular: «La hernia es muy grave. Necesitaré cirugía. Se acabó el deporte…». Irradiaba tanta pena que los mendigos esquivaban mi mesa. Ni las palomas se me acercaban.

Pero de pronto un cortocircuito sacudió mi cerebro. Sentí ese poderoso impulso vital que nos lleva a hacer exactamente lo que nos dicen que no hagamos. ¿Quién puede resistirse al ‘no abras esa puerta’ o ‘no mires ahí’? Me habían retado y debía aceptar con pundonor el desafío. Yo, que no había hecho deporte en mi vida, comenzaría a hacerlo. Así es como terminé dentro de una piscina olímpica en Pekín…

Un año después del diagnóstico me fui a vivir a China. A dos minutos de mi residencia descubrí una piscina. «Es perfecta», pensé, «puedo ir y venir en chancletas y, por fin, comenzar mi carrera deportiva». Es cierto que jamás había nadado (salvo hacer el muerto en el Mar Menor), pero el verdadero reto era entender a la señora de recepción y convencerla, en mandarín, de que me dejara pasar.

Lo logré, pero un nuevo obstáculo se interpuso en mi camino. La piscina tenía dos zonas: la que cubría, con todas sus calles desiertas, y la que no, atestada de niños alborotadores y personas de tertulia con corchopanes. Yo no lo sabía, pero resulta que en China, para nadar donde no haces pie, es obligatorio sacarte un permiso especial, una especie de ‘licencia para nadar’. Para ello, tienes que ser capaz de hacer dos largos en menos de tres minutos.

Al día siguiente, el socorrista jefe, cronómetro en mano, se ofreció a hacernos la prueba a una amiga y a mí. Mi amiga la superó sin problemas. Yo, sin embargo, debido a mi ‘técnica amateur’, llegué sin aliento, un siglo y medio después. El socorrista jefe me miró con desdén y escepticismo, sin creer lo que iba a hacer: concederme mi Carné de Nadadora de Aguas Profundas. A veces las puertas que se nos cierran nos llevan a lugares inesperados.

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