Tiempo y vida

El signo de la cruz como medio de exorcismo popular

Miguel Ángel Mateo Saura

Miguel Ángel Mateo Saura

Grafismo recurrente desde tiempos prehistóricos, la de la cruz es, sin duda, una representación que en lo formal se nos muestra con una acusada simplicidad pero que está provista de una notable variedad de significados que vienen determinados por los entornos culturales en los que se inscribe.

Presente en el arte rupestre prehistórico desde el Paleolítico, la imagen de una cruz ha sido interpretada mayoritariamente como la figuración humana más sencilla. No obstante, las variantes formales con que la vemos y la diversidad de contextos temáticos en los que se manifiesta, donde comparte a veces espacio de representación con otros motivos, incluidos los inequívocamente antropomórficos, nos llevan a pensar que ya en estos primeros horizontes gráficos debió ser una figura polisémica.

Sea como fuere, el cristianismo es el que, sin duda alguna, ha conferido un nuevo significado al signo de la cruz en el seno de nuestra civilización occidental. Así, es partícipe activo en ritos de paso trascendentales para el ser humano como son el nacimiento y la muerte, pero también en actos sociales como el noviazgo; en torno a ella se ha generado una amplia gama de creencias populares, en ocasiones catalogables como paradigmáticas supersticiones, que giran en torno a su poder y carácter profiláctico, ya sea como azote de demonios, como ahuyentador de tormentas o dador de la buena suerte.

Así las cosas, ha sido un hecho relativamente frecuente durante los trabajos de prospección en busca de arte rupestre, el descubrimiento de sencillos esquemas cruciformes de cronología claramente no prehistórica, pintados en las paredes de abrigos y cuevas en el seno de agrestes parajes y sinuosos barrancos. Muchos serían los lugares a reseñar, entre los que podemos destacar la Cueva del Esquilo, Arroyo Tercero, Abrigo de Capel o Rambla de las Buitreras en Moratalla; el Abrigo de la Calesica en Jumilla; la Cueva del Tío Labraor en Lorca; o la Cueva del Charcón en Mula. Imágenes de cruces de tipo latino, del modelo patriarcal conocido Cruz de Caravaca, u otros menos frecuentes como la Cruz de Lorena o la potenzada del Temple, entre otros, nos plantean un interrogante principal: ¿por qué se pintan en esos lugares montaraces y, la mayoría de las veces, despoblados?

Hay casos que pueden responder a movimientos eremíticos, como puede ser el Abrigo del Charcón, donde, además de varios motivos no cristianos, hemos documentado hasta 18 cruces de tipología muy diversa que evidencian el uso continuado del lugar durante largo tiempo. La tradición oral sitúa la existencia de un ermitaño en este paraje, el Padre Perea, allá por el siglo XVI. Otras veces, la soledad que envuelve a estas cruces podría deberse a otras motivaciones. Además, el hecho de que muchas de ellas se encuentren en rutas de paso, sobre todo cursos de ríos y ramblas, revelaría que están ahí para ser vistas.

Con este panorama de fondo, la presencia de estas representaciones cristianas en las paredes de covachas, al menos de una parte de ellas, quizá podría explicarse por el uso de las cuevas como eremitorios rupestres durante un período de tiempo determinado, tal vez inmerso en un contexto general de apariciones de vírgenes y culto a la cruz extendido desde los inicios del siglo XVI y relacionado con lo que supuso el fin de las luchas seculares contra Granada. Si desde el siglo XIII surgen narraciones y leyendas que evocan las excelsitudes de la Cruz y le confieren una simbología que invitaba a la lucha, ahora se muestra, no tanto como símbolo militar contra el infiel, sino más bien como redentora del hombre. Quizás la toma del reino nazarí de Granada, que pone fin al carácter de frontera inestable y conflictiva que tuvo el territorio, muy acusado en el caso del Noroeste murciano en el que son muchos los ejemplos conocidos, podría otorgar una nueva función a la imagen de la Cruz, la de servir de vehículo de cristianización de una tierra que hasta entonces había estado bajo el influjo del Islam, al margen de que ello conllevase también la eventual utilización del lugar como eremitorio rupestre.

Patrice Cressier, en un trabajo publicado en 1986 acerca de los Graffitis cristianos sobre monumentos musulmanes de la Andalucía oriental, sobre todo aljibes y muros de castillos, abogaba porque esta fue una práctica muy común para cristianizar esos espacios arrebatados al Islam. Pero ¿cómo exorcizar un territorio? Es muy posible que también se haga mediante la representación, en paredes rocosas, del símbolo cristiano por excelencia, el de la Cruz. Revelador nos parece el texto de esta coplilla que recoge Jesús Navarro en su libro sobre Supersticiones y costumbres de Moratalla: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita, y los moros en la cruz, Padre Nuestro, amén, Jesús».

A partir de aquí es fácil entender la extendida creencia de su valor apotropaico y la difusión de variadas costumbres como, entre otras, regalarla como símbolo garante de protección o colocarla en lo alto de la casa para ahuyentar la adversidad.

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