La mirada del lúculo

¿Dónde está el capocollo?

En 2023 se cumplieron diez años de la muerte prematura de James Gandolfini, el protagonista de una de las mejores series de televisión de la historia y con más referencias a la comida

Ilustración de Pablo García.

Ilustración de Pablo García.

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Tony Soprano alcanzó la inmortalidad antes de que James Gandolfini, el actor que lo interpretó en una de las series de mayor calidad de la televisión de todos los tiempos, lograra mantener a salvo su vida. Gandolfini murió -en junio se cumplió una década- en una habitación del hotel Boscolo Exedra, de Roma, después de haber cenado en su restaurante langostinos fritos untados con mayonesa y salsa picante, y una buena cantidad de foie gras regado con dos cervezas, dos piñas coladas y cuatro chupitos de ron. Tenía 51 años. Antes había visitado el Vaticano y recorrido museos, en compañía de su hijo, todavía un adolescente.

Gandolfini disfrutaba comiendo. El restaurante que sirvió de escenario en el primer episodio de la serie, Acapella, número uno de Hudson Street, en Nueva York, acabó convirtiéndose en uno de sus lugares favoritos. Allí recuerdan todavía lo que le gustaba la ‘bandiera’, un plato italoamericano compuesto por tres pastas, fusilli al pesto, papardelle con setas y fideos paja con tomate y albahaca. También, su preferencia por una chuleta de ternera con rucula, tomates y cebollitas dulces. O la arrabbiata de langosta, una especialidad local, con hierbas frescas, especias, ajo y vino blanco, y un toque picante que combina con el sabor dulce de la carne del crustáceo.  

Hablando de Gandolfini/Soprano siempre nos quedará Nueva Jersey. El ‘Estado jardín’ de la Unión cumple con su papel de ciudad dormitorio de Nueva York y su imagen se asocia a las fábricas, los perritos calientes, Ashbury Park, Atlantic City y el aeropuerto de Newark. Los Soprano, esa feliz idea de David Chase, viven en Stag Trail Road, North Caldwell, adonde llega episodio tras episodio el inigualable James Gandolfini (Tony) para ir directamente del coche al frigorífico, abrirlo y comer unas lonchas de capocollo (cabecero o copa). O los ziti (similares a los macarrones), que ha preparado Carmela (Edie Falco), o los manicotti (parecidos a los canelones) rellenos. Los mismos que cocina Artie Bucco (John Ventimiglia) en el Restaurante Vesubio. En North Caldwell está, además, el Bada Bing, cuartel general de la organización.

La serie, un compendio de maldad, sadismo y cotidianidad familiar, permanece en conserva, con un puñado de personajes inolvidables: Tony, Carmela, la doctora Melfi (Lorraine Bracco), Chris Moltisanti (Michael Imperioli), Tío Junior (Dominic Chianese), Silvio Dante (Steven Van Zandt) o Paulie Gualtieri (Tony Sirico), etcétera. A algunos de ellos podríamos habérnoslos perdido. Por ejemplo, a James Gandolfini, que pidió más dinero para no retirarse mucho antes de finalizar. O a Lorraine Bracco, que se negó inicialmente a interpretar el papel de Carmela porque ya había encarnado a la mujer de un mafioso (Ray Liotta) en la película de Scorsese, Uno de los nuestros. O a Tony Sirico, cinco años de cárcel a sus espaldas y varias condenas, si no llega a cambiar en su día al verdadero mafioso por el que interpreta en la pantalla. O a Steve Van Zandt, si no se hubiese decidido a arrinconar la guitarra y a dejar en la estacada a Bruce Springsteen. No hay mafioso fiable. Ahí ha radicado en cierta medida el éxito de la serie, tan imprevisible como real, y de su tragedia. Los personajes aparecen a veces como seres entrañables, próximos, hasta que de repente se convierten en fieras. No hace falta siquiera que ocurra algo extraordinario. Para desencadenar una guerra es suficiente una palabra a destiempo, una insinuación o un material de obra que se ha perdido por el camino en vez de llegar a su lugar de destino. ¿Qué se puede esperar de un tipo que tiene a un primo psicópata, un sobrino yonqui, un tío demente, un capullo inestable como hijo y a unos socios dispuestos a jugársela? 

Me vienen a la cabeza los ziti al horno de Carmela Soprano. La carnicería Satriale’s -donde los mafiosos comen por el día los bocadillos de porchetta, y por las noches pasan los cadáveres por la picadora- he leído que es en la actualidad un solar que los conductores utilizan como aparcamiento en Kearny Avenue, a continuación de Newark, el mayor núcleo de población de Nueva Jersey, también conocida por la ‘Ciudad de los ladrillos’. Otros lugares de referencia son, en cambio, perfectamente visibles. Piazzaland, que los telespectadores se habrán hartado de ver en la introducción de la serie, es en realidad un local minúsculo que sirve pizza y ha sabido aprovechar el poderoso reclamo de la popularidad. Se encuentra en North Arlington. 

Los Soprano, como sucede con todos los clanes criminales, comen y beben abundantemente. La comida es parte del hilo argumental de la serie: en los cuarteles del Bada Bing! o en el citado Satriale’s; en la casa familiar de North Caldwell; en el Vesuvio, de Artie Bucco, o en cualquier otro lugar hasta el famoso fundido final con los aros de cebolla en Holsten’s. Hay banquetes por docenas. Si alguien desea ampliar conocimientos, el recetario «Family Cookbook», con una compilación de los platos de Bucco, escrito por Allen Rucker y asesorado por Michele Scicolone, no está mal. 

Si son aficionados a las series de televisión y no han visto Los Soprano, no sé a qué esperan.

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