LIMÓN&vinagre

Francisco Marín Castán, la voz en el desierto

Francisco Marín Castán, presidente del Tribunal Supremo

Josep Cuní

Los ciudadanos merecemos resoluciones judiciales en tiempos razonables. De lo contrario se incurre en una vulneración de nuestros derechos. Lo sentenció de forma tajante la pasada primavera el Tribunal Constitucional, que tampoco destaca por su celeridad pero cuya voz es la que marca el paso legal del país. Oficializó así aquella máxima que dice que una justicia lenta deja de ser justa.

No parece pues que un tiempo razonable sean los cuatro años y medio que tardó un juzgado de Toledo en decidir sobre la tutela de una menor. La pedía la madre pero el juez entendió que al haber pasado tanto tiempo, la niña se había acostumbrado a vivir con el padre y que en edad de zozobra, mejor no hacer mudanza.

Tampoco parece comprensible, y mucho menos aceptable, que se tarde hasta seis años de promedio en la resolución de conflictos por accidentes laborales. Menos aún que un despido improcedente pueda dejar a un trabajador año y medio sin sueldo a la espera de la decisión togada.

Son datos cuyo cruce produce una media estadística de entre tres y cinco años de espera para dilucidar si se gana o se pierde un litigio.

Esto sitúa a España a la cola de la Unión Europea por un colapso que tiene en la falta de jueces una de las causas aceptadas como oficiales para justificar lo inaceptable que representa que ningún Gobierno lo haya resuelto. Se lo escuchamos de manera recurrente a todo el escalafón judicial pero pocas veces había resonado tan alto y claro como el pasado jueves en la voz del presidente del Tribunal Supremo. También accidental, por supuesto.

Francisco Marín Castán (Segovia, 1952), a sus 71 años, puede presumir de clarividente severidad en un diagnóstico que lleva un lustro repitiéndose sin que ninguno de los responsables políticos que deben aplicar la correcta medicación haya actuado. A unos, los populares, les pesa más el plato de la balanza que a los otros, los socialistas; pero mientras el enfermo de la tercera pata del poder democrático del país sigue palideciendo, lamentándose de dolor y sobreviviendo en una unidad de cuidados intensivos que se limita a garantizar un exiguo mantenimiento de las constantes vitales. Suficiente como para negar la defunción gracias a la respiración asistida de todos los trabajadores del sector que acumulan una carga laboral del 200%.

Aplicando el adjetivo desolador en la descripción del paisaje, el magistrado Marín, que fue número uno de su promoción y acumula una larga y brillante experiencia, nos situaba ante lo que calificó de serio riesgo democrático.

El peligro de tener razón

En otras circunstancias parecería que quienes deberían darse por aludidos enrojecerían, reaccionarían y resolverían. Tampoco. Al contrario. El mismo Alberto Núñez Feijóo que frustró en el último minuto un acuerdo largamente trabajado con el PSOE a causa de la sedición, se eximió de su responsabilidad apelando a la del rival a la espera de la investidura improbable.

Ante tanta inalterable pasividad, uno también puede preguntarse por qué los miembros del CGPJ no dimiten en bloque a las puertas de cumplir como interinos los mismos años que fueron titulares. Cinco. Pero la evidencia de que la amenaza luego cumplida por Carlos Lesmes el pasado año de nada sirvió, indica que la renuncia colectiva tendría otro efecto nulo.

Mientras, en la calle, el literato Quevedo recuerda que donde hay poca justicia, es un peligro tener razón.

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