Crónica política

Un país pendiente de los penaltis de Puidgemont

El empate a 172 entre el bloque de derechas -el PP ganó al PSOE el último escaño en Madrid por el voto del extranjero- y el bloque de socialistas, izquierdistas, ERC, Bildu, BNG y PNV, deja a Junts con seis escaños decisivos. Ya no vale su abstención: o vota a Pedro Sánchez, o repetiremos elecciones

Ilustración de Fernando Montecruz.

Ilustración de Fernando Montecruz.

Manuel Campo Vidal

Manuel Campo Vidal

España va camino de ser una de las democracias de más difícil gobernabilidad del mundo. No basta con una única vuelta electoral -y en la ley no está prevista una segunda- porque, salvo excepciones, no abundan las mayorías absolutas. Los pactos postelectorales son clave. Y allí están esperando los minoritarios, entre ellos los nacionalistas, con un sentido mercantil digno de mejores causas empresariales. Que se lo digan al PP, cuando Aznar, en el 96, entregó a Jordi Pujol oro e incienso en el claudicante pacto del hotel Majestic de Barcelona. (Cedió las competencias de Educación, retiró la Guardia Civil de las carreteras catalanas, etc.). O al desconcertado Mariano Rajoy, cuando, en 2018, el PNV le sacó lo que pudo en los Presupuestos del Estado y dos semanas después votó a favor de la moción de censura que dio la Presidencia a Pedro Sánchez. Gratis el PNV no dio el cambiazo.

Aquella moción de censura -la única que tuvo éxito en España- se cobró víctimas. Hasta los diputados de Carles Puigdemont votaron a favor de Sánchez; sin ellos, el asalto a la Moncloa no hubiera funcionado. Solo que Puigdemont entendió muy pronto que los suyos lo habían engañado, porque el nuevo presidente no promovía amnistías, ni referéndums de autodeterminación, y fulminó en cuanto pudo a los traidores. Allí acabó el recorrido de Marta Pascal, secretaria general del partido y senadora; de los diputados Jordi Xuclà y Carles Campuzano, entusiastas de la moción, y de alguno más. Puigdemont, y buena parte de los suyos, defienden que «cuanto peor, mejor». Todo lo que sea dañiño para Cataluña, viniendo de Madrid, mejor para el sueño independentista.

Por eso es tan difícil saber qué va a pasar ahora. La cabeza de Puigdemont es un enigma. Quienes lo visitan, aprecian que en Waterloo se le ha avinagrado el carácter. Lleva seis años viviendo allí, en soledad, mientras su esposa y sus dos hijas siguen en Girona; falleció su padre y no pudo asistir al entierro; y varios episodios emocionales más que pasan factura. 

El empate a 172 entre el bloque de derechas -el PP ganó al PSOE el último escaño en Madrid por el voto del extranjero- y el bloque de socialistas, izquierdistas, ERC, Bildu, BNG y PNV, deja a Junts con seis escaños decisivos. Ya no vale su abstención: o vota a Pedro Sánchez, o repetiremos elecciones. (Por no especular con que vota al PP-Vox, lo que lo autodestruiría, pero tendría su lógica, por eso de «cuanto peor, mejor»).

Mientras esa tanda de penaltis comienza con un solo lanzador y dos porteros -Núñez Feijóo y Sanchez- alternándose en la porteria parlamentaria, llegan los reproches. Ha sido el presidente andaluz, Moreno Bonilla, nacido en L’ Hospitalet de Llobregat, el que en la tribuna del Parlamento ha responsabilizado a Vox de los malos resultados populares. «Les dijeron a los catalanes que si gobernaba la derecha, en Cataluña iban a liar la mundial. Metieron miedo a las mujeres; y los padres conservadores con hijos homosexuales temieron problemas para sus hijos y no votaron a la derecha». 

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