Opinión | Festina lente

Es la Navidad

Charo Guarino

Charo Guarino / L.O.

Las fiestas navideñas son especialmente crueles con aquellos que se sienten solos, bien porque les faltan seres queridos, bien porque aunque estén rodeados de gente nadie consigue penetrar en esa burbuja invisible que nos hace de parapeto tantas veces y que muchos ni siquiera advierten. Parecen fechas en las que es obligatorio mostrarse alegre, solidario, compasivo, de buen talante… días en los que reunirse, en los que formular buenos deseos por escrito, a través de mensajería electrónica o de whatsapp, o comunicarse a distancia por teléfono o videoconferencia, más raramente de escribir y recibir postales.

En estos días se agudiza la conciencia de abandono, y los oropeles y el consumismo contrastan con la necesidad y la pobreza, aunque este año el aumento de casos de Covid y el número creciente de contagios ha provocado cancelaciones en cenas de empresa y reuniones de amigos, y hasta la iluminación navideña se ha reducido notablemente, una señal de austeridad que se combina con la falta de alegría y la acentúa, pero también marca menos las diferencias.

Mi amiga Rosa Hernández detestaba ese llamado espíritu navideño porque le parecía forzado, hipócrita, posturero. No creía en los buenos deseos de temporada, y le irritaba que solo por ser Navidad hubiese quien de pronto se acordaba de que existía para volver a olvidarse de ella el resto del año. Yo la comprendía pero no compartía del todo su punto de vista. 

Me resulta grato dejarme inundar por esa sensación de euforia y camaradería que suele venir asociada con la segunda quincena del mes de diciembre; montar un pequeño nacimiento y sacar de la caja el árbol de Navidad para plantarle sus bolas y sus luces; planear encuentros gastronómicos en casa con personas a las que quiero y me quieren y elaborar, con variaciones, los platos que mi madre cocinaba cuando tenía conciencia de sí misma y del mundo que la rodea; permitir incluso que me embargue la nostalgia al recordar a los que están lejos, o aquellos a quienes no volveré a ver más, que un día fueron importantes en mi vida y que en algunos casos continúan siéndolo, aunque de otra manera; emocionarme con los anuncios de turrones y el del Gordo de la Lotería Nacional; reunirme con mi familia y celebrar que acaba un año y nace otro nuevo en el que volver a proyectar esperanzas e ilusiones. 

Hace seis años por estas fechas, en víspera del solsticio de invierno, Rosa fue a votar como buena ciudadana (se celebraban elecciones al gobierno de España), y después se dirigió a urgencias. Llevaba tiempo cansada y sentía un dolor molesto y persistente en la espalda. La dejaron ingresada. Coincidió que también mi padre, el día antes, había sido hospitalizado por una angina de pecho. Ambos pasaron parte de las fiestas de Navidad, entre ellos la Nochebuena, en el hospital. Fueron unas Navidades extrañas que marcaron un antes y un después en la familia de Rosa: sus últimas Navidades.

 Un mes después nos reuníamos en su sepelio para despedirla sin que pudiera llegar a cumplir los cincuenta años. Rosa se fue así, tan pronto y tan rápido. La recuerdo a menudo, especialmente en estas fechas, que sigue pasando con su madre, quien conserva sus cenizas y, me dice, habla con ella. No puedo olvidar el día que me pasé por su casa para mitigar en lo posible su duelo siquiera por un rato. Estuvimos recordándola, viendo fotografías, compartiendo anécdotas... Cuando me marchaba me preguntó en tono confidencial si quería verla. Asentí extrañada. Me recordó a mí misma, años atrás, cuando mostraba, a quienes me visitaban tras dar a luz, a mi bebé dormida en la cuna. Bajando el tono hasta el susurro, como si temiese despertarla, abrió la puerta de su dormitorio y con infinita dulzura me enseñó el bote donde conserva aún su reliquia, acompañado de la foto de una Rosa para siempre sonriente, incluso en Navidad.

En la antigua Roma el 25 de diciembre se celebraba el día del Sol Invictus, el comienzo del fin de la oscuridad, cuando los días empiezan a alargarse. Los creyentes celebramos en esa fecha el nacimiento de Cristo, con el que se da inicio a nuestra Era, de la que está a punto de terminar el año 2021. Es necesario tener esperanza e ilusionarse para poder avanzar, para que el paso de los días no resulte tedioso y no se nos antoje que son iguales, cuando no peores que los que les precedieron. Inevitablemente, como reza un famoso villancico, «la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más». Mientras estemos vivos, amemos. Es el único modo de conjurar tristezas y ausencias. Y confiemos en que habrán de llegar tiempos mejores de la mano de un 2022 que es aún solo un sueño.