Opinión | Pasado a limpio

Tal como éramos

Las protestas estudiantiles norteamericanas no cambiarán el régimen, probablemente tampoco beneficien a Biden este próximo noviembre, pero cuajarán como los lácteos

Estudiantes pro Palestina protestan en el campus de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Estudiantes pro Palestina protestan en el campus de la Universidad de Columbia, en Nueva York. / EFE

Las imágenes del desalojo de las concentraciones propalestinas en los campus universitarios al más puro estilo yanqui, con la rodilla del agente aplastando al apresado contra el suelo, se repiten en Columbia, Pittsburgh, Yale, Berkeley y otras universidades, con cientos de estudiantes y algunos profesores detenidos. La actuación de los antidisturbios es jaleada por Trump, a quien toda violencia policial contra el activismo pacifista le parece poco, al contrario que el asalto al Congreso. Los rectores fueron los primeros que la pidieron, pues peligraba el mecenazgo de los ‘lobbies’ judíos.

La historia se repite. Tal como éramos, película dirigida por Sydney Pollack, cuenta la historia de una pareja que se debate entre la defensa de los ideales (Barbara Streisand) y la corrección social (Robert Redford). La historia transcurre entre la universidad y el Hollywood de los 40, con la caza de brujas de McCarthy al fondo y la persecución de todo lo que sonara a comunismo en el paraíso de la libertad. Estrenada en 1973, en los estertores de la guerra de Vietnam, el activismo universitario formaba parte de la sociedad norteamericana. Impagable la canción de la Streisand, ganadora del Óscar.

Mayo del 68 es una fecha mítica. Los españoles que decían haber estado en París habrían hecho que no cupiera ni un francés, lo que dice mucho de la repercusión que tuvo. Contemporánea a aquella, la llamada ‘Primavera de Praga’ fue una rebelión contra la dominación soviética del bloque del Este. Mientras el mayo parisino fue una protesta estudiantil que se extendió a la clase obrera, la checa fue una rebelión desde arriba, que contó con el impulso de Alexander Dubcek, a la sazón secretario del PC checo y principal impulsor del llamado ‘socialismo con rostro humano’ que reivindicaba la libertad de prensa y la pluralidad de partidos dentro de un régimen democrático que no perdía el objetivo de la defensa de la clase trabajadora.

La Primavera de Praga fue sofocada por los tanques soviéticos, como unos años antes habían hecho en Hungría. Comparada con esta, el mayo francés fue un juego de niños. Se extinguió con las elecciones legislativas de junio, donde se impuso De Gaulle con claridad frente a socialistas y comunistas. La sociedad no estaba preparada para que la imaginación llegara al poder.

París no fue pionera. Antes del 68 hubo protestas en varias universidades italianas y en Estados Unidos, en la Universidad de Berkeley en California, el activismo se remontaba a principios de los 60. Pero la repercusión del mayo francés se extendió con la potencia del mito por toda Europa. A España llegó como un raijo en la Transición, igual que brotan las higueras de las raíces de otra mayor. En las concentraciones del 15-M todavía se recordaba y se hacían comparaciones.

La izquierda tradicional se mostró crítica con esos movimientos. Jean Paul Sartre llegó a decir que «un régimen no puede ser derrocado por 100.000 estudiantes desarmados, no importa cuánto valor tengan». La apostilla a Sartre la dio el ejército mexicano cuando acribilló a centenares de estudiantes en la plaza de las Tres Culturas en la ciudad de México. Tan inmisericordes como con el mismísimo Emiliano Zapata.

Sobre la potencia revolucionaria de los estudiantes han teorizado hasta los sectores más ortodoxos del marxismo. Como un hándicap, la condición de estudiante es transitoria y termina con la titulación o el abandono de los estudios. En la universidad que conocí en los años 80, el espíritu contestatario de la Transición se había apagado como las ascuas del brasero, que solo dejan un ligero olor a ceniza. Tal vez fuera el caso de una universidad de provincias de la que emigraban algunos profesores o que la generación combativa había alcanzado su cenit con el PSOE de Felipe González en el Gobierno. Casi nadie leía a Chomsky, y menos a Marcuse. El ejercicio del poder es un lenitivo para la causa revolucionaria.

Sin embargo, de aquellos tiempos quedó una secuela imperceptible, aparte del movimiento hippy, la música de The Beatles, Bob Dylan y otros artistas e intelectuales que, a modo de conciencia colectiva, nos recuerdan cada cierto tiempo que hay vida después de la muerte de la civilización. Esta última, declarada por Oswald Spengler en La decadencia de Occidente, agonizante con el resurgimiento del neofascismo, de la mano de personajes como Trump, Le Pen, Meloni o Abascal, renacerá con el aroma sutil de las flores blancas.

Las protestas estudiantiles norteamericanas no cambiarán el régimen, probablemente tampoco beneficien a Biden este próximo noviembre, pero cuajarán como los lácteos. No importa que sean reprimidas violentamente, eso mejora la maduración; es cuestión de tiempo. Podrá convertirse en cuajada o en queso, tierno o curado, pero la conciencia no se apaga; como la luz de una vela, siempre presta a ser candela.

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