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En busca del Calero perdido

El primer líder carismático de la derecha murciana presenta sus memorias. El lector avisado de los acontecimientos del relato se sentirá probablemente frustrado por la elusión de la nómina de protagonistas murcianos de su aniquilación política, enmarcados en una valoración genérica de diversas intenciones

Juan Ramón Calero (en el centro) y otros diputados de Alianza Popular registraron en el Congreso de los Diputados la moción de censura a Felipe González, en 1987

Juan Ramón Calero (en el centro) y otros diputados de Alianza Popular registraron en el Congreso de los Diputados la moción de censura a Felipe González, en 1987 / Marisa Flores. El País

El compañero que regresó a la redacción tras cubrir un mitin de Juan Ramón Calero en una pedanía murciana, Puente Tocinos tal vez, se vino a mi mesa y me dijo: «Este político no llegará muy lejos». Sorprendido, le pregunté sobre la causa de su impresión, y respondió. «¡Ha citado a Max Weber!». Su sorpresa no se basaba en la pertinencia o no del intelectual alemán, sino en que los auditorios que integraban ese tipo de actos parecían requerir un lenguaje más llano.

De Calero se decía que era el político que menos tiempo tardaba en cruzar la Trapería, la céntrica calle de la capital en que la popularidad se tasaba en el número de personas saludadas, con parada incluida. A quien fuera el primer líder carismático del PP murciano le hicimos un traje entre todos: orgulloso, distante, engreído, autoritario, una copia local de las características que se le atribuían a Manuel Fraga, lo que en realidad no era una singularidad particular, pues en aquella fase inicial de la vida política democrática se daban pocos casos de populismo en la derecha. El modelo Fraga consistía en rodearse de líderes territoriales con currículo profesional de altura que en el campo de la política pudieran sostener un discurso teórico compacto. Calero encajaba a las mil maravillas en ese esquema: era un joven abogado del Estado que siempre requería para su actuación pública un programa, un manifiesto, un documento que enmarcara sus posiciones.

El exlíder del PP acaba de publicar sus memorias, en las que insinúa que Fraga se hizo rodear de los que fueron bautizados, como él, ‘jóvenes cachorros’, gente que estaba fuera del alcance de la irradiación franquista, para suavizar su propia connivencia con el régimen fenecido. Pero me atrevería a decir que quizá se produjo el efecto contrario: fue Fraga quien tiznó a su prole de sus propias reminiscencias, y la prueba es que el PP no despegó hasta que el gallego no fue definitivamente catapultado.

En política no hay mucho margen para la complejidad y sus protagonistas quedan pronto estigmatizados por sus características más visibles. Por aquellos años se emitía con gran éxito en televisión la serie Dallas, en la que el malo malísimo se llamaba JR; si tu nombre de pila es Juan Ramón y gobiernas tu partido con mano férrea, hay que echarle poca imaginación para construir el mote.

El traje que, digo, le hicimos entre todos a Calero se acercaba a la caricatura, pero es preciso añadir que él mismo contribuía a confeccionarlo. En la cercanía no era exactamente como se le dibujaba. Por el contrario, se mostraba amable, expansivo y coloquial, aunque con reserva de banalidades y sin hacerse perdonar su inteligencia. En el libro, que no es solo una memoria de su trayectoria política, pues también hay perlas de biografía personal, apura la sinceridad, bate rencores, exalta el valor de la lealtad y no oculta sentimientos, incluidos los de la comprensión no exenta a su vez de desprecio a quienes califica sin ambajes de enemigos. Todo relato autobiográfico tiende a crear un marco de coherencia, y este no iba a ser menos, pero contiene una gran honestidad al desvelar insuficiencias y errores, además de dejar transparentar implícitas ingenuidades.

El lector avisado de los acontecimientos del relato se sentirá probablemente frustrado por la elusión de la nómina de los protagonistas murcianos de su aniquilación política, enmarcados en abstracto en una valoración genérica de diversas intenciones. Esto le resta morbo a la partida, pero a la vez es expresivo del desdén del autor hacia quienes significa como personajes secundarios, ya que presenta el origen de su caída en una voluntad de mayor altura, la del camerín de Fraga, empezando por este mismo más Álvarez Cascos, Aznar, Rajoy, Trillo... A éstos dedica el vitriolo, y es verdad que algunos de esta lista producen escalofríos. Asegura que era difícil sobrevivir al fraguismo si llamabas mentiroso al líder fundacional en su propia cara y ante decenas de otros dirigentes, como él hizo, obligado porque no concibe la lealtad como servilismo.

Juan Ramón Calero recibió a La Opinión en su despacho de casa.

Juan Ramón Calero recibió a La Opinión en su despacho de casa. / Israel Sánchez

Los nombres de Ramón Luis Valcárcel, su vicepresidente, y de Miguel Ángel Cámara, que fueron sus ejecutores, apenas aparecen en el índice onomástico, y por cuestiones colaterales. Fueron, según hemos de colegir del relato calerista, unos mandados, por otra parte entusiastas dado su gran provecho. El título «Memoria selectiva» quizá pretenda referirse a que deja ese cabo suelto.

La política en tiempos de Calero tenía, entre otras, dos características: apenas había mujeres en primera línea, en su partido y en todos los demás; y Steve Jobs, Wozniak o Bil Gates todavía trabajaban discretamente en sus garajes: los teléfonos móviles pertenecían a la ciencia-ficción y el pajarito tuitero no piaba. Me río de los periodistas que en su primer día de contrato preguntan al redactor-jefe a qué hora se sale. En el tiempo político a que nos remiten estas memorias, los cronistas de la cosa nos echábamos a la noche para hacer La Ruta de las Conspiraciones y no acaba la madrugada hasta obtener alguna pieza con que elaborar la columna del día siguiente, que siempre se revelaba al cabo de unos cuantos gintónics. Los socialistas conspiraban por los bares del centro, porque lo hacían abiertamente, pero para recabar munición sobre el PP había que andar por los extrarradios y ciertos antros de pedanías, incluidos algunos con luces de colores. Los conspiradores de derechas eran muy variables, con continuos cambios de bando y ya manejaban grabaciones clandestinas en cintas de casete. Había cosas sobre las que uno no se atrevía a escribir por parecerle irreales a pesar de haberlas visto y oído. La síntesis gráfica de aquel ambiente queda resumida en la llamada que recibí un día de un diputado regional: «Te espero esta noche en el bar del Infante, que estoy que me filtro encima». ¡Me filtro encima, qué genialidad!

A esto se refiere Calero cuando alude repetidamente a lo que se cocía en ‘las ventas’, al estilo Sabina. Pero en las ventas del fino Laína no solo conspiraban los valcarcelistas, sino también los caleristas, aunque cada noche había que pasar lista para constatar quién permanecía con quién. Hay que decir que ni Valcárcel ni Calero eran de bares ni de ventas, pero sus aparatos las frecuentaban por ellos. Ni en el Pentágono se han trazado nunca estrategias bélicas tan apasionadas.

La muerte política de Calero se inició en un congreso local del municipio de Murcia, como él mismo señala, aunque no entra en detalles como el de que en el municipio se repartían influencia dos mujeres: Pitita y Conchita, la primera su esposa, y la segunda, la de José Ruiz Abellán, con posterioridad sempiterno consejero de Valcárcel, y una de sus hijas, aún hoy, consejera del Gobierno de López Miras. Ganó Conchita, y a partir de ahí, Calero iba de salida. Quienes apoyaron a Valcárcel contra Calero se convirtieron en Los Intocables, un grupo de políticos que permanecieron en distintos puestos de la Administración hasta el final del mandato de aquél.

Cualquiera puede entender el dolor de Calero, un hombre que fundó el partido pueblo a pueblo de la Región, y también contribuyó a hacerlo en España desde su cargo nacional en la ejecutiva de Génova 13 como responsable de Política Territorial. Y justo cuando parecía cambiar el ciclo de la hegemonía socialista y llegaba el momento del PP, lo apartan los suyos, incluso algunos de los que gozaban de su mayor confianza como miembros relevantes de su dirección regional. Parece mentira que después de tanta decepción aún le quedaran fuerzas para fundar el PADE, un partido que nunca espumó. Y es que la vocación política de Calero es a prueba de bombas, aunque, según admite, tiene sus límites. Para señalarlos, cita en el libro una frase de su amigo Herrero de Miñón, otro defenestrado porque, según nuestro autor, Fraga prefería rodearse de personas brillantes, pero que no fueran más brillantes que él. Decía Herrero de Miñón: «Me gusta más la política que la vida profesional. Me gusta más la política que la vida familiar. Me gusta más la política que la vida cultural. Pero las tres cosas juntas me gustan más que la política».

El libro es muy acumulativo, y quizá tenga capítulos menos atractivos que otros, pero en todos hay siempre una anécdota, una maldad a veces, un guiño expresivo de su talento. Es un ejercicio de estilo, no solo literario, que también, sino de manera de ser. En sus páginas se registra con toda claridad su ideario político, el de una persona conservadora, de derechas sin aditamentos, y a la vez con un potente compromiso social: aunque inició su trayectoria en el partido de Areilza, que se titulaba liberal, Calero tira más a demócrata cristiano, de ahí que subraye que la enseñanza, la sanidad, las pensiones y otros servicios esenciales han de ser públicos. No puedo calcular el interés que despertará en las actuales generaciones si les alcanzara la curiosidad, pero para quienes hemos sido contemporáneos de estas historias y las hemos seguido a corta distancia es un regalo.

Calero dejó definitivamente la política en 2008.

Calero dejó definitivamente la política en 2008. / Israel Sánchez

La etapa de Calero concluyó cuando soplaban otros aires, como la de quienes lo sustituyeron no pudieron avanzar más una vez que el siglo XXI requería de otros intérpretes. Tal vez lo injusto es que en su momento fue desplazado de manera abrupta, sin siquiera agradecerle los servicios prestados, que fueron muchos. Pero esto es la política, amigos. Rara es la historia que acaba bien. Decía Vázquez Montalbán que «contra Franco vivíamos mejor», y al poco él mismo se replicó: «Contra Franco éramos más jovenes». Salvando las infinitas distancias, pues eso.

Ahora confiesa que es feliz. Y como es libre ha hecho amigos hasta en la izquierda. Mata el gusanillo de la política en su papel de comentarista en los medios que lo reclaman. Y sigue siendo, como siempre, un señor.

(«Memoria selectiva. Algunos recuerdos de la política», de Juan Ramón Calero, editorial Gollarín, se presenta el próximo jueves, día 23, en el Centro Cultural Las Claras, a las 19 horas).

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