Opinión | Pasado a limpio

La profesión más hermosa del mundo

Quizá el componente vocacional lleva a algunos a pensar que su profesión es la más hermosa del mundo, una tendencia a magnificar lo propio y considerar al resto de los mortales como espectadores de su enorme carisma

El Primero de Mayo es el Día Internacional de los Trabajadores. Conmemora la ejecución de los mártires de Chicago, cinco anarquistas condenados por una huelga general en 1886 que reivindicaba la jornada de ocho horas. No se celebra en EUA, porque la condena no fue modelo de práctica judicial. Tiempo después, la jornada de ocho horas, la prohibición del trabajo infantil, el derecho de huelga, la negociación colectiva, el seguro laboral, la jubilación, entre otras, se convirtieron en conquistas sociales que, lejos de estar consolidadas, se cuestionan y recortan con demasiada frecuencia. Sin ir más lejos, la reforma laboral de Rajoy, las declaraciones de Christine Lagarde sobre el coste de las pensiones o el mantra de la flexibilidad laboral en su reivindicación del despido libre y gratuito.

El Primero de Mayo significa la dignificación del trabajo. La etimología del término contiene connotaciones de esfuerzo, sacrificio o penosidad, pero el derecho al trabajo está consagrado constitucionalmente. El trabajo puede ser un medio de desarrollo vocacional y de realización personal, siempre que el trabajador sea remunerado en atención a la plusvalía que aporta en el proceso productivo.

Hay varias categorías de trabajadores además de los asalariados: los autónomos tienden a considerarse empresarios, pero es una confusión conceptual. Los profesionales liberales suelen pensar que son distintos porque no tienen jefes, sino clientes que no siempre pagan. Quizá el componente vocacional lleva a algunos a pensar, en un ejercicio de solipsismo, que su profesión es la más hermosa del mundo, una tendencia a magnificar lo propio y considerar al resto de los mortales como espectadores de su enorme carisma.

En una declaración judicial a la que asistí tras la crisis del ladrillo, salió a relucir el cobro de unas comisiones. El juez comentó que cualquiera ponía un chiringuito y se forraba con ellas, pero menos mal que él ejercía la profesión más bonita del mundo. Una suerte de prudencia, quizá pusilánime, me impidió responder «con permiso de los jardineros, señoría».

No hace mucho leí unas manifestaciones de cierta candidatura al decanato del Colegio de Abogados, que declaraba que ésta es la profesión más bonita del mundo. Llevados del entusiasmo de la lectura de los discursos de Cicerón, tal vez del ‘Pro corona’ de Demóstenes, se olvidaron de lo felices que son los músicos, del gozo del pintor, la pasión del actor, la milagrosa mano del pediatra o de las alas de los ángeles que trabajan en los servicios sociales, sin mencionar al maestro que guía a los alumnos con la esperanza del agricultor en la semilla. Hay tantas profesiones, oficios manuales de lo más variado: alfareros, zapateros, talabarteros, delicados orfebres, minuciosos relojeros, prodigiosos lutieres o fabriles ingenieros, con virtudes más allá de lo que sugiere la posición o incluso el prestigio social del que gozan o carecen, según quien lo considere; el divertido payaso que hace reír a los niños, el ilusionista que encandila a tantos espectadores, el cocinero que marida deliciosos platos con excelentes vinos y un largo etcétera. En el claroscuro, todas las cosas que representan la penosidad de cada oficio, desde la ingratitud del empleador o el cliente, hasta la futilidad del resultado del pleito, a veces tan alejado de la razón o incluso de la ley, que pone en entredicho los honorarios. «¿Quién al hombre del hombre hizo juez?» clamaba Espronceda en alusión al verdugo, cruel oficio, salvo para Berlanga.

¿Es trabajo la dedicación de quien desempeña un cargo público, tal que un presidente del Gobierno? Puede que la ambición lo haga apetecible, pero las insidias de los rivales y hasta las injurias de aquellos gobernados que no reconocerán el esfuerzo, pueden hacerlo insufrible y aun aborrecible. Un escrupuloso jurista no calificaría como trabajador al gobernante, pero menos aún al líder de la oposición. Si aquel ha de medir las consecuencias de sus actos para la nación, este es libérrimo en su crítica política, en la que la injuria, la calumnia o la falta de la más elemental cortesía están protegidas por la inmunidad parlamentaria. Feijóo no sabe que es espejo de su país y debe elegir entre la imagen del antiguo líder conservador, un elegante señor con sombrero panamá, galante con las damas, o la del bandolero de Sierra Morena que, faca en mano, exige a su rival político lo que él no es capaz de hacer. La derecha perdió sus ídolos.

Hoy meditaremos si nuestro trabajo vale la retribución que percibimos por él. Se llamaba salario en tiempos del trueque, porque se intercambiaba por sal; sueldo cuando se pagaba al soldado; emolumento, la retribución del molinero; la remuneración del cliente a su patrono se llama honorarios; plusvalía, el incremento de valor por el trabajo y beneficio es ese mismo valor no remunerado que constituye la ganancia del empresario. Nuestro trabajo es tan hermoso como nuestra imagen en el espejo, pero ¡ojo! en los espejos del madrileño callejón del Gato, Valle Inclán creo el esperpento.

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