Opinión | Observatorio

José Luis Villacañas

Nuevos poderes

Esta vez les ha tocado a los ucranianos y palestinos. En 1936 nos tocó a los españoles. Sabemos de qué va esa historia

Inmediaciones del destruido hospital Al-Shifa tras un ataque israelí.

Inmediaciones del destruido hospital Al-Shifa tras un ataque israelí. / Omar Ishaq / DPA / Europa Press

Cuando se quiere recortar los derechos a la población, se pone en marcha la danza de la guerra. Ya sucedió cuando los laboristas británicos de Attlee gobernaban tras la Segunda Guerra Mundial con gran sensibilidad social. En 1951 estalló el belicismo de la guerra fría y Churchill regresó al gobierno, cuando todos pensaban que las elecciones volverían a dar mayoría absoluta a los laboristas. Para disminuir las políticas sociales, se intensificó la guerra. Ese es el argumento preventivo. Cualquier cosa será mejor que la guerra -se piensa-, y ese argumento presiona a la disciplina, a la sumisión. 

De nuevo, parece que la humanidad ha entrado en una zona preventiva caliente y, como si estuvieran movidos por un único resorte, voceros desde muchos países hablan ese mismo lenguaje. Por supuesto, todas las épocas en que crece el riesgo de guerra tienen su carne de experimento. Forma parte de las estrategias preventivas probar el rendimiento de las armas en situaciones reales. Esta vez les ha tocado a los ucranianos y a los palestinos. En 1936 nos tocó a los españoles. Sabemos de qué va esa historia. 

Nosotros, que hemos asumido la convergencia de democracia y paz con más intensidad que otros pueblos, sabemos que dictadura y guerra van juntas. Por detrás de todos los demás olvidos, quizá esa memoria histórica sea la que de verdad nos quieren quitar. Pero dentro de esa memoria histórica está, clavada como una estaca en el corazón, que en las situaciones conflictivas internacionales los candidatos a ser chivos expiatorios son los pueblos divididos, debilitados y sin cohesión. Desde que el Islam representó en 624 un poder nuevo expansivo, los españoles nos hemos visto siempre sorprendidos en procesos de profunda división. Así hemos sido morturados muchas veces en el molino de la historia.   

Para los tiempos que vienen sería bueno y necesario que comenzáramos a pensar sobre lo que está pasando y reforzar las estructuras democráticas para no dejarnos arrastrar hacia aventuras peligrosas. Pues lo que se organiza sobre la atmósfera de guerra es un poder creciente sobre nuestras vidas, instalado en instancias irresistibles. Frente a estas tendencias, sería bueno no desarmarnos democráticamente hasta caer en la impotencia. Los poderes que se están experimentando ante nuestros ojos son espeluznantes y solo la fuerza de las poblaciones y su madurez democrática podrán contenerlos. 

Imagino que han leído la noticia -la daba Levante-EMV- del programa ‘Lavender’, del ejército israelita. Es muy significativo de la índole de esos nuevos poderes. Es un programa de reconocimiento facial por inteligencia artificial. Reconoce un rostro y mediante un algoritmo -he ahí la nueva magia- la máquina diagnostica que ese rostro pertenece a un militante de Hamás. El sargento que está al frente de la máquina tiene veinte minutos para validar el resultado. Si el detectado es candidato a militante de a pie, puede validarse un bombardeo con un daño colateral de quince civiles. Si es un comandante, el daño puede subir a cien civiles. 

¿Por qué seguimos llamando a este tipo de procedimientos inteligencia artificial? Sin duda porque alguien quiere legitimar sus resultados. ¿No sería mejor llamarlo información probable, irresponsable y ciega? Y cuando todos hablan de limitar este artefacto diabólico, siempre van por delante las cláusulas de excepción de uso militar y de seguridad. Si cruzamos estas excepciones -el poder siempre avanza invocando estados de necesidad- con el sencillo hecho comprobable de que nuestros actos con los móviles son escuchados, grabados y almacenados, resulta claro que un panóptico mundial se está construyendo y que, llegado el caso, puede ser usado contra nosotros.

No hace falta imaginar que Lavender es jaqueada. Su uso normal tiene consecuencias terribles. Parece que Feuerbach tenía razón al decir que Dios es la proyección de nuestras ilusiones de poder, pues el pueblo que parece más creyente en Él lo mantiene operativo para apropiarse de todos sus atributos. Lavender es el ojo omnisciente que todo lo ve, pero sobre todo el ojo que dispara su ira y su cólera con los bombardeos. Nietzsche, sin duda, equivocó la frase. Parece que, porque Dios no ha muerto, los suyos pueden permitírselo todo. Primero los de Hamás, luego los del Estado de Israel, los ortodoxos de Putin o los ayatolás iraníes. Después vendrán los que lean en la Biblia de Trump que la obediencia es incondicional. 

Esas estructuras de poder, sin embargo, no tienen patria. Se expanden por doquier en manos de quienes tienen dinero para comprarlas. Siguen los flujos de inversión que son a su vez flujos informáticos. ¿Qué pueden los seres humanos tomados de uno en uno frente a ellos? Sólo poner el rostro para que sea identificado. Para comprar o para morir. Dependerá. Pero desde luego no dependerá de las decisiones de la ciudadanía. Se trata de poderes cada vez más concentrados, de los que al parecer determinados estados y políticos son sucursales para velar por sus intereses. Así la trama del poder se extiende como una superestructura sobre las poblaciones mundiales. 

Todo eso no parece compatible con nuestra idea de democracia. Tengo la certeza de que cuando ésta muestra algo de su potencial para obstaculizar la marcha triunfal de esos poderes, se intensifica la voluntad -que ya es evidente en muchos sitios- de neutralizarla, tornarla impotente, inoperativa o sencillamente destruirla. El control impondrá obediencia, porque el control no solo quiere saber lo que hacemos sino tornarnos impotentes. Si además suenan tambores de guerra, ese control será asfixiante. Entonces estará en peligro el último gramo de libertad.

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