Opinión | Pasado a limpio

Solo o en compañía de otros

En los orígenes del Derecho se recurría a una máxima: de internis, non iudicat praetor, que luego heredó el Derecho Canónico: no se puede juzgar lo que no está a la vista, el pensamiento no es punible

Rafael Escobedo, que fue condenado a prisión por el asesinato de sus suegros, los marqueses de Urquijo.

Rafael Escobedo, que fue condenado a prisión por el asesinato de sus suegros, los marqueses de Urquijo. / EFE

El crimen de los marqueses de Urquijo fue muy sonado en los años 80, pero más que su repercusión mediática, lo que llamaba la atención en las facultades de Derecho fue una frase de la sentencia referente a la autoría del homicidio que condenó a Rafael Escobedo: «Solo o en compañía de otros».

La presunción de inocencia es uno de los derechos sobre los que gravita el derecho moderno y está reconocido como uno de los fundamentales de nuestra Constitución. Eje de toda una concepción del derecho sancionador, tanto administrativo como penal, hasta el más tenaz defensor del orden policial siente un estremecimiento al conocer la condena de un inocente.

Sobre ese principio se construye también la prohibición de la tortura y de los tratos vejatorios, tan propios de los sistemas inquisitoriales. 

Sin embargo, no pensemos que no se debe a una sensibilidad contemporánea, pues a principios del siglo XVII, el inquisidor Alonso de Salazar elevó a la Suprema Inquisición un concienzudo informe sobre el proceso de las brujas de Zugarramurdi. Denunciaba Salazar la poca ‘cristiandad’ de los inquisidores, las confesiones forzadas y las falsas promesas de perdón para los confesos que tampoco se recogían en las actas, así como las delaciones de parientes y vecinos por rencillas y querellas diversas. La Suprema Inquisición hizo suyas las conclusiones y son escasos los procesos por brujería posteriores en la Inquisición española, al contrario que en el resto de Europa.

Aunque no se derive de la presunción de inocencia, el principio in dubio pro reo es un recurso técnico necesario, pues el juez no puede tener dudas para condenar, sino una certeza sin el menor atisbo de duda. Por esa razón, aquella oración disyuntiva en la sentencia de Escobedo resultaba incompatible con la evidencia necesaria en el relato de hechos, pues añadía una grave indeterminación.

Con todo, la sentencia es un juicio de valor subjetivo y, por lo tanto, falible. El juez no tiene por objetivo averiguar la verdad, sino construir un relato fiable, verosímil y coherente con las pruebas que ha contrastado. Se habla de la verdad formal o judicial frente a la material, pero es una falacia, porque si son diferentes, entonces una no es verdad. En un alto porcentaje de casos, no hay pruebas directas y hay que recurrir a los indicios, las pruebas indirectas de las que se deduce una conclusión, que ha de ser lógica y más que probable, razonablemente incontestable.

En una comparación contemporánea y digital, la sentencia reflejaría una realidad virtual que puede ser parecida a la auténtica o una ficción como Matrix, con muchos parecidos razonables, pero, al fin y al cabo, fruto de la creación de un sujeto. Piénsese en un adagio judicial que refleja la cosmovisión legal del proceso, lo que no está en los autos, no está en el mundo, todo lo que está fuera de lo que tiene el juez ante sí es relevado a la condición de inexistente, aunque realmente sí haya ocurrido.

La instrucción de la causa es otro cantar. Si la sentencia tiene un riesgo de incertidumbre, la investigación tiene su hábitat natural en lo desconocido, en lo oculto. Eso hace que el juez instructor sea aún más impreciso, pues la duda es la materia sobre la que trabaja, los indicios, la hipótesis.

La epistemología de Gorgias se resume una frase: nada existe, si algo existiera no sería posible conocerlo, y si pudiera conocerse, no podría comunicarse. La del juez sentenciador es la idea de que sólo existe lo que ha tenido a la vista. La del instructor es un misterio por resolver sobre el que se ha de construir una hipótesis para que otro decida. Luego están los titulares de prensa o las lucubraciones políticas: Ábalos era el cerebro del caso Koldo o Sánchez no podía no saberlo. El último hito son las sospechas del instructor: cree que Pedro Saura quería contratar al hermano de Koldo; como Ábalos dijo que era su mano derecha, hay quien deduce que estaba al corriente de todo. Olvidamos que la recomendación evangélica de que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha es también norma básica del hampa. Pero estamos en la era cuántica, en la que todo es posible, porque el gato de Schröndriger encerrado en la caja puede estar vivo o muerto al mismo tiempo, incluso haber desaparecido. En realidad, nada sabremos mientras la caja no se abra. Y aunque la abramos, no podemos saber lo que pensó Pedro Saura.

En los orígenes del Derecho se recurría a una máxima: de internis, non iudicat praetor, que luego heredó el Derecho Canónico: no se puede juzgar lo que no está a la vista, el pensamiento no es punible. Pero a nuestros ojos interesados y partidistas, ya todo está juzgado: Ábalos es culpable y Pedro Sánchez, de rebote, también.

Que el instructor pueda relacionar a Pedro Saura con la trama ya empieza a ser un malabarismo jurídico, como el enjuiciamiento de la opinión pública. Si somos de un bando, tenemos el convencimiento de que Pedro Saura es culpable, pero si trata de la trama Gürtel, entonces Pedro Antonio Sánchez es un casto varón, aunque la resolución del caso se deba a una prescripción muy oportuna.

En tiempos de tribulación, hay pocas certidumbres: el olor de un buen vino y el amor que damos. Para alcanzarlas, hay que entrenar el olfato para distinguir la variedad de la uva o el tueste de la madera: y el amor, ¡ah, el amor! hay que demostrarlo cada día para que no se pierda como las lágrimas en la lluvia.

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