El retrovisor

Doce meses

Postal navideña (Archivo Regional de Murcia)

Postal navideña (Archivo Regional de Murcia)

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

Por un lado veo bien el celebrar la llegada de un nuevo año, por otro, me abruma la tristeza al despedir un año que nunca más volverá. Existen años odiosos por su contenido vital: guerras, catástrofes, golferías, despedidas, pocas o ninguna alegrías globales. En definitiva, despedir un año no es otra cosa que un suma y sigue de las efemérides, hacer crecer la historia que el mismo discurrir del tiempo hará palidecer. Los años se convierten en un punto de referencia para la historia personal de cada uno de los humanos corazones: despedidas, natalicios, ceremonias significadas, rupturas, traiciones, sediciones que marcarán el año que se marcha en nuestro propio devenir.

Los jóvenes tienen hambre de cumplir años, mientras los que disfrutan del otoño de la vida se sienten incapaces ante el vertiginoso discurrir de días, semanas y meses. Los mayores cambian la ilusión por la esperanza con la resignación propia de quien es consciente de la inutilidad de luchar contra el paso del tiempo.

Se nos va un año y llega uno nuevo. Doce meses de término tiene marcados, y hará con nosotros lo que le plazca. A unos dará odio, y a otros amor. A unos esperanza y a otros desaliento. Repartirá a voleo gloria y miseria, bienes y males, la salud y la muerte. Y su tiranía será tanto más cruel cuanto más se fije, de forma implacable, en las cosas menudas de nuestra existencia individual: en las canas, la calvicie, en el color de las mejillas y de las modas, en el fruncido de las arrugas alrededor de los párpados, en la pesadumbre de nuestros miembros, en la ligereza de nuestro sueño… Todo en este mundo sufrirá transformaciones, pero un Año Nuevo que se inicia con resaca, está obligado a lanzar al espacio sus radiantes volutas de promesas. La especie humana se angustia ante el problema del tiempo. Puede que este sea el primer gran drama del hombre, el de no poder verle la cara al más implacable de sus enemigos.

El Tiempo, el que nos trae la vida en su regazo, que nos sorbe la juventud, que nos envejece, nos mata y nos disuelve los huesos, no podemos verlo, ni sabemos con certeza lo que realmente es. Quizás sea el espejo el único que nos hable realmente de nuestro tiempo, el propio, el que a cada uno nos ha tocado vivir. De niños jugamos a imaginarnos de viejos ante el reflejo del cristal, descubriendo en él, con el paso de los años, nuestra decadencia inexorable.

Nos fiamos de todo lo que es nuevo, de todo lo que parece inusitado, y desconfiamos de lo que es viejo, de todo aquello que en el discurrir de los días ha sincronizado con la sistemática labor que tiende al decaimiento. Vuelan las aves del optimismo ante un tiempo nuevo que nos llega. Por eso la Nochevieja es jaranera y bulliciosa cuando acaso debiera ser triste, pues los años nos vapulean con su desfilar vertiginoso y con la incertidumbre que sus días encierran.

Cada año es una comedia sin descanso, de la que somos protagonistas. Cuando celebramos con alegría desbordada la transición de un año al siguiente, lo que verdaderamente deseamos es un entreacto indefinido, y subrayamos el contraste de un año con otro para hacernos la ilusión de que nos detenemos un poco a vivir sin temores.

Doce uvas para doce meses, es cuando abrimos los ojos atónitos ante la cifra del año nuevo que se nos presenta, fresco aún en nuestra mente el número de la cifra anterior. ¿fFe un acierto inventar la medida del tiempo? Da igual, la suerte está echada.

¡Que Dios nos proteja y de salud en 2024! ¡Feliz año!

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