El prisma

¿Deben estar los violentos fuera de la política? Sí, pero todos

Pablo Molina

Pablo Molina

La violencia política es un concepto aparentemente claro que, sin embargo, contiene grandes espacios de sombra según sea quien lo define y en qué circunstancias. Por ejemplo, lanzar piedras a los asistentes a un mitin de un partido rival es violencia política si la víctima es de izquierdas, en caso contrario se trata de un altercado entre facciones distintas, de manera que el que recibe la pedrada en el ojo es tan culpable como el que la lanza con todas sus fuerzas. A mayor abundamiento, resulta que ningún participante en las algaradas ultraizquierdistas ha resultado herido por la acción de militantes de partidos de derechas. Lo contrario, sí.

Otro ejemplo. Acosar en la calle a los cargos públicos de un partido de derechas, aterrorizar a sus hijos gritando y golpeando la puerta de su vivienda privada, lanzar orines a diputados centristas mientras participan en una manifestación reivindicativa o montar escraches violentos a una concejala en su noveno mes de gestación no es violencia política. Es, simplemente, la reacción exquisitamente democrática del pueblo soberano ante las agresiones de los poderosos. Jarabe democrático, que decía aquél, hasta que empezó a recibirlo él mismo, en cuyo caso le faltó llamar a la Legión para que hiciera guardia en los alrededores de su mansión familiar.

Agredir a ciudadanos que llevan una bandera de España, pegar fuego a los contenedores y lanzar cohetes y barras de hierro a los policías que intentan detener el caos, actividades todas ellas amparadas, fomentadas y protagonizadas por los partidos secesionistas, tampoco parecen excitar el celo justiciero de los que denuncian violencia política cuando, simplemente, se critican las decisiones de una ministra incompetente.

El otro gran socio del Gobierno socialcomunista, EH Bildu, tiene como portavoz a una esbirra que señalaba en un panfleto etarra los objetivos criminales de la banda y lleva en sus listas a personajes relacionados con la bomba lapa y el tiro en la nuca, pero eso tampoco es violencia política. Es una circunstancia curiosa en el seno de un partido exquisitamente democrático.

Decir un piropo a una mujer es violencia política. Agredirla físicamente y ser condenado por ello, como el expresidente del PSOE o algún concejal de Bildu, es un error de la Justicia. En el segundo caso, además, Sánchez te mete en el equipo de Gobierno de Pamplona, para que no haya dudas de la inocencia de los socios de los socialistas.

Claro, cuando el análisis de la violencia política en España se realiza con esa ausencia de rigor y abundantísima caradura es muy difícil exigir a nadie que abandone su cargo público por arrearle con un manojo de papeles un leñazo a la botella de agua de un concejal rival.

Por supuesto, Ortega Smith tiene que dimitir e irse a su casa, porque ha demostrado sobradamente que no tiene templanza para ejercer labores de representación política. Ya dio muestras en el pasado, muy especialmente cuando apareció en las manifestaciones de la sede del PSOE en Madrid para advertir a los policías de que iba a vigilar el desarrollo de su acción represiva (los pobres agentes buscaban la cámara oculta). Ahora, con su espectáculo en el último pleno del Ayuntamiento de Madrid, debería hacer la maleta y volver a la vida civil, como un ciudadano más.

Y con él todos los que han perpetrado, amparado o justificado acciones violentas contra los rivales políticos, aunque ello suponga que los partidos ultraizquierdistas, proetarras y separatistas queden diezmados dramáticamente. Lo que no vale es exigir limpieza a los de enfrente mientras se esconde la basura propia que, por cierto, hiede mucho más.

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