La plaza y el palacio

Libertad y tradición

Toro

Toro

Manuel Alcaraz Ramos

Tras alguno de los redundantes tiroteos contra personas indefensas en EE.UU. siempre secomenta que la fácil tenencia legal de armas es una de las causas esenciales de tal salvajismo. En tales casos siempre me pregunto: ¿qué tendrá que pasar para que las prohíban? Pero el caso es que no lo prohíben. Hay lobbys que se encargan de que no suceda. Pero no sería posible si, sobre todo, no hubiera una sólida estructura cultural capaz de apreciar en esas matanzas «accidentes», meros efectos colaterales de algo más importante: la defensa de una costumbre que en nombre de la libertad permite que la gente se arme. Al fin y al cabo hay antecedentes remotos: la «Carta Magna» inglesa, medieval, permitía a los nobles portar siempre espadas. Y la Constitución de EE.UU, la más longeva de las escritas, fija esa capacidad como un derecho porque se entiende garantía frente al poder, que no podrá extralimitarse si la ciudadanía puede descerrajar un tiro al político que abuse de su autoridad. Desde luego esa disposición, a día de hoy, admitiría más congruentes interpretaciones: los amantes del rifle suelen simpatizar con políticos que desean diluir la democracia y la Constitución. Pero ahí están algunos, tan bonitos y valientes y patriotas, armados, disparando, llevados por algún tumulto mental o un agravio disperso, contra niños o paseantes.

Una sensación similar me provoca cada noticia acerca de muertos en festejos populares taurinos. Hace unos días, en ediciones digitales de periódicos, pudo verse la muerte en directo de un ciudadano valenciano: los amantes de estas bestialidades disfrutarán con la visión del asta acuchillando el cuerpo, acabando con cualquier posibilidad de conservar la vida. Otra persona, junto a él, era también cruelmente herida. Matizo «disfrutarán»: por supuesto que, salvo algún psicópata, no se alegrarán, pero esa muerte es un eslabón más que garantiza la pervivencia de la fiesta y, servida sin manipulación alguna, merecerá una confusa pero insana contemplación. 23 muertos hubo en España en 2022 por asta de toro, 9 de ellos en la Comunitat Valenciana que va ganando en este patético ranking. Al parecer entre 2005 y 2022 ha habido 55 muertos en festividades de bous al carrer y desde 2014, 6000 heridos de diversa consideración. (Los datos, extraídos de varias páginas web y periódicos, quizá no sean exactos, pero sí me parecen suficientemente contrastados como para marcar una tendencia).

Insisto en que hago la comparación con los pistoleros norteamericanos desde el punto de vista de una costumbre tremebunda que, sin embargo, es conservada, justificada, defendida. Porque algún aficionado me dirá que qué exageración. ¡Faltaría más! Pero, insisto, la clave, precisamente, está en que si fuera uno el fallecido ya sería demasiado. Pero pueden ser tantos como la suerte desee porque para muchos la costumbre justifica el riesgo. La tradición, en realidad, no justifica nada, aunque pueda merecer respeto si de ella no se deducen daños. Y el argumento de que el riesgo es individual y libremente adquirido, es falaz: primero porque, precisamente, ese peso de la tradición empujará a muchos a estar donde, quizá, no querrían estar y, segundo, porque lo que da bochorno es la estructura existente y, supongo, una cadena de intereses: es la glorificación de una fiesta, la conversión del riesgo en definidor identitario de un pueblo. Porque es cierto que en otras fiestas también hay perjuicios -por ejemplo en accidentes con pólvora- pero la esencia de esas fiestas no es el juego con la bestia, con la muerte. En los festejos taurinos lo es: sin la muerte que te cerca, que se acerca, que puedes ver en directo, a un palmo, a un pantallazo, no hay ni emoción ni juerga ni recuerdo ni exaltación.

Este verano he leído un documentadísimo estudio histórico sobre la controversia entre taurinos y antitaurinos y puede concluirse que las espadas, nunca mejor dicho, están en alto desde hace siglos, con diversos momentos -hubo épocas en que la Iglesia fue el mayor crítico con unas actuaciones en las que la vida se perdía sin confesión: torero muerto en el ruedo era torero condenado al infierno-. Mi conclusión es que hay tantas variables que, quizá, cualquier acción directa tendente a la prohibición total de las corridas -el estudio no se refería a los festejos callejeros, aunque algunas cosas son de un valor analítico similar- está llamada al fracaso. Pero, también, que hay corrientes de fondo, cambios de sensibilidad y de maneras de entender lo festivo, que hace muy difícil la supervivencia de unas celebraciones si han de valerse por sí mismas.

Y aquí viene la reflexión política -¡y que nadie diga que la muerte en nuestras plazas o calles no es asunto político!-. En este momento -no siempre ha sido así- la derecha ha hecho suya la defensa de los festejos taurinos en nombre de la libertad, faltaría más. Pero, en un giro muy liberal, garantiza esa libertad con el intervencionismo económico. Los toros, metáfora de tantas cosas, horribles o bellas, son ahora signo del neoliberalismo identitario. Aunque el que sale maqueado de casa para honrar al patrón o a la virgen santa del lugar y acaba en un hospital o en un cementerio no suele pararse en estos matices.

A las pocas horas de esa muerte en directo a la que me he referido, como para mostrar sensibilidad y razón, el vicepresidente de la Generalitat y conseller de Cultura, antiguo torero, como es sabido y que le será recordado con pertinencia, anunció ayudas oficiales a estas celebraciones, en su primera comparecencia parlamentaria. Unos días después, el conseller de Agricultura, también de Vox, las publicaba para el fomento de toros bravos. Olé. Insisto: no puedo entender que en una cuestión tan controvertida y moralmente tan dudosa, pueda interferir la financiación pública. El cultísimo vicepresidente reconoció en la misma comparecencia que el riesgo cero nunca existirá. Bravo.

Ahí se retratan. Personalmente prefiero que se gasten más en asesores -tan denostados- que en animales capaces de mostrar su casta hiriendo y matando alegres jaraneros, en festejos que no pueden eludir un lado tenebroso. Pero no. Esto es cultura, dijo. Y, una vez más, tradición que todo lo cura. Eso es Vox. Y el PP. Ojo: no es una anécdota. Es la pregunta desesperanzada sobre por qué no lo entienden. Ese es su peligro: en nombre de la libertad se reservan el derecho a decidir cuáles son las tradiciones liegítimas.

Da miedo.

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